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viernes, 26 de marzo de 2010

A la sopa boba



Seguro que ya se la he contado, pero hoy me viene al pelo la historia de aquel cocinero que, exiliado en Francia tras nuestra Contienda, sobreviviendo en París, acudía puntualmente cada mañana con su carrito rebosante de intemperie y una ilusoria lista  de la compra a pasear entre los abigarrados puestos del mercado de Les Halles.

Aquí y ahora me apena ver especialmente los sábados a más de un cocinero madrugador haraganeando por los mercados que yo visito.

“¿Quién me iba a decir -musitó mi colega sincerándose- que el latiguillo de “vamos tirando” se iba a convertir en realidad? En lo que va de año, muchos lunes no hemos dado ni una puta cena. Si a eso le sumas una solitaria parejita que se dejó caer durante el almuerzo, resulta que la compra del fin de semana o te la comes o la tiras. Ya ves -y señaló con desgana una bolsa sin michelines- ahora compro como una viuda”.

Entre los de mi  oficio llamamos “hacer un cerito” al golpe bajo de no estrenarse en un servicio. Una inspección de Hacienda o de Sanidad duele menos que  ver el restaurante huérfano de clientes, por más que un servidor siempre haya pensado que es aún peor dar dos comensales ya que, a buen seguro, éstos se sentirán incómodos y suspicaces, y luego lo divulgan: “Más solos que la una estuvimos, como te lo cuento. Claro que, francamente, tampoco me sorprende con esos precios”.

 “Perdone que le deje las cartas en la barra, pero es que tiene el buzón a tope” -dice disculpándose el cartero-.

“No todas son de amor” -farfullo despidiéndole a sabiendas  de que de un tiempo a esta parte los currículos superan a las facturas.

Pocas cosas me producen mayor tristeza que ir amontonando para la nada estos papeles  con pormenorizados datos, fechas y esa foto que no quiero mirar, en los que últimamente observo que algunos, a la desesperada, perdida la frialdad de antaño, incluyen una nota a mano cuyas grafías leo sin detenerme para que no me toque la desesperanza de ese compañero que tal vez malgastó en sellos la ultima calderilla del paro.

También para la nada me indigno, blasfemo ante la convicción de que un gobierno a la sopa boba parece ignorar que mi sector se hunde poco a poco en un presente más negro que la tinta de los calamares.

¿A caso desconocen que la hostelería es una de nuestras principales fuentes de ingresos? ¿Habrá que recordarles que la cocina de este país venía alcanzando en la última década, cierto que por caminos que no siempre comparto ni transito, un incuestionable prestigio internacional? ¿O que las escuelas de hostelería, pese al precario apoyo oficial, nos venían premiando últimamente con excelentes añadas de jóvenes profesionales?

Afortunadamente, además en el último cuarto de siglo, y hasta que llegó este descalabro a ladrillazos, en la restauración no conocíamos la maldición del paro; incluso aquellos que le daban al frasco y se automarginaban, o los vagos de solemnidad, siempre encontraban una suplencia o un extra los fines de semana para ir tirando.

Hoy es desalentador comprobar cómo de la noche a la mañana echan el cierre negocios que parecían consolidados. Cómo se derrumban restaurantes de todo pelaje, incluso algunos chinos, quién lo iba a decir, que parecían más invulnerables que la Muralla.

Tras este exordio tan poco halagüeño, pero así están las cosas, bueno sería entonarnos el cuerpo (mientras la primavera se aloja en nuestras vidas) con un dúo de sopas tan sabrosas como elementales.

“En las últimas décadas, se ha visto desaparecer casi de la cocina familiar, y más todavía de la carta de los restaurantes, el inmenso repertorio de las sopas, potajes, consomés, cremas y caldos que, desde la Edad Media, mostraba su prodigiosa variedad, desde la choza del aldeano hasta la mesa de los reyes”. Comparto estas melancólicas ausencias con el añorado Jean-François Revel, que oportunamente subrayó el declive de la cuchara.

Hace más de dos siglos, Grimaud de La Reynière -el inventor de esas guías gastronómicas que luego han ido degenerando- ya dejó patente que no concebía un ágape que no se iniciara con una sopa. La sopa, sentenció, es a un menú como el pórtico a un edificio. Y un viejo y sabio colega, con el que compartí jornadas y pucheros en el antiguo Viridiana, machacaba que una comida que principiara por una buena sopa no fracasaba nunca. La excepción, jamás se lo dije, debió ser el menú de gala del Titanic, aquel aciago 14 de abril donde las entradas fueron un consomé Olga (guarnecido con una vieira salteada con trufas, raíz de apio y huevo duro) más una sugerente crema de cebada, cotidiana aún en las cereales repúblicas centroeuropeas: cebada perlada, cocida en caldo de ave con puerros, perfumada con pimienta y nuez moscada que finalmente se liga con reducción de crema; y a la que se añade, justo en el momento de servir, eneldo fresco.

Lo que no ha trascendido de aquella noche trágica es que a bordo, además del berzotas de Di Caprio, iba un camarero malencarado y gafe que en mala hora gritó: ¡Hielo!, ¡Nos falta hielo!
Abraham García
Cocinando Palabras

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