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jueves, 7 de noviembre de 2013

Mario Vargas Llosa sí tiene la razón al descalificar Sentencia 168 /13 y TC

  Manuel Atienza.

Una oportunidad perdida       
La lectura, hace unos días, de un artículo de Mario Vargas Llosa, “Los parias del Caribe”, me ha llevado a interesarme por una reciente sentencia del Tribunal Constitucional de la República Dominicana que está causando -y con razón- un considerable revuelo. La decisión del alto tribunal del pasado 23 de septiembre (168/13) niega la nacionalidad dominicana a los hijos de inmigrantes irregulares y ha merecido, por parte del gran escritor peruano, juicios de una extremada dureza. Así, califica la sentencia de “aberración jurídica”, “inspirada en las famosas leyes hitlerianas de los años treinta”, de “paralogismo jurídico”, etc. Y de quienes la dictaron afirma que “a la crueldad e inhumanidad de semejantes jueces se suma la hipocresía”; aunque señala también que “los dos jueces disidentes” del tribunal  “salvaron el honor de la institución y de su país oponiéndose a una medida claramente racista y discriminatoria”.

 ¿Tiene razón Vargas Llosa al descalificar de esa manera al tribunal y a la sentencia?  Mi respuesta, después de haber leído con detalle la justificación de la decisión (de unas 150 páginas), es que sí; lo que prueba, por cierto, una vez más, que el sentido común, el sentido de la justicia y la técnica jurídica no pueden ir por caminos muy separados. O sea, que no hace falta ser un experto en Derecho para darse cuenta de que ciertas decisiones de los tribunales, simplemente, no pueden tener cabida en nuestros ordenamientos jurídicos porque, si la tuvieran, el Derecho de los Estados constitucionales no podría ser considerado como una institución, una práctica, racional encaminada a la obtención de decisiones razonablemente justas. Hay, ciertamente, algunas cuestiones de detalle, de precisión jurídica, que podrían aducirse en relación con ese artículo, pero ninguna de ellas reviste verdadera importancia. Yo diría que la principal corrección a introducir es que los miembros disidentes del tribunal no fueron “dos jueces”, como afirma Vargas Llosa, sino “dos juezas”, lo cual podría tener algún significado cuando se advierte que, de los trece magistrados firmantes de la sentencia, sólo tres eran mujeres. Por lo demás, el voto disidente de una de ellas, Katia Miguelina Jiménez Martínez, es un notable ejemplo de argumentación jurídica: un modelo de buena técnica jurídica al servicio de una causa justa.  Lo que no puede decirse del voto mayoritario, por más que deba reconocerse en el mismo un  buen oficio jurídico pero, ay, encaminado a justificar lo injustificable. Y pasemos ya de las (des)calificaciones al análisis.

 El caso había sido planteado por una mujer, Juliana Deguis Pierre, hija de padres (braceros) haitianos, pero  nacida en la República Dominicana, en 1984, y que había vivido siempre en este último país; como escribe Vargas Llosa: “nunca ha salido de su tierra natal. Jamás aprendió francés ni créole y su única lengua es el bello y musical español de sabor dominicano”.  En el año 2008, provista de su acta de nacimiento, solicitó por primera vez su cédula de identidad y electoral, pero las autoridades (la Junta Central Electoral) no sólo le denegaron esa petición, sino que le quitaron el acta de nacimiento por entender que la misma se había expedido de manera irregular, “porque sus apellidos son haitianos”. Juliana Deguis Pierre recurrió entonces la decisión ante los tribunales alegando que la misma  vulneraba sus derechos fundamentales y solicitando en consecuencia que se le entregase el acta y la cédula, pero no consiguió su propósito. El caso llegó finalmente, en revisión de la sentencia de amparo, ante el Tribunal Constitucional que, en lo esencial, ratificó las anteriores decisiones por entender que Juliana Deguis Pierre no cumplía con las condiciones para obtener la cédula de identidad y electoral establecidas por el Derecho dominicano.

Más en concreto, los pasos que constituyen el razonamiento central del tribunal vendrían a  ser estos: 1) La norma aplicable al caso es el artículo 11.1 de la Constitución de la República Dominicana de 1966 que establece que son nacionales dominicanos: “Todas las personas que nacieren en el territorio de la República, con excepción de los hijos legítimos de los extranjeros residentes en el país en representación diplomática o los que estén de tránsito en él”. 2) Se plantea entonces un problema de interpretación en relación a cómo haya de entenderse la expresión “los que estén de tránsito en él”, y el tribunal acude, para resolverlo, a una ley de inmigración de 1939, que hace una clasificación de extranjeros entre inmigrantes y no inmigrantes; a su vez, dentro de esta última categoría, la ley incluye cuatro grupos de personas: los visitantes en viajes de negocios, estudio, recreo o curiosidad; las personas que transiten a través del territorio de la República en viaje al extranjero; las personas que estén sirviendo algún empleo en naves marítimas o aéreas; y los jornaleros temporeros y sus familias. La clasificación tiene una consecuencia muy importante, pues  los extranjeros inmigrantes “pueden residir indefinidamente en la República”, mientras que la ley establece que “a los no inmigrantes les será concedida solamente una admisión temporal”; es más, en relación con la última subcategoría de no inmigrantes, la de los jornaleros temporeros, la ley precisa que “serán admitidos en el territorio dominicano únicamente cuando soliciten su introducción las empresas agrícolas y esto en la cantidad y bajo las condiciones que prescriba la Secretaría de Estado de Interior y Policía, para llenar las necesidades de tales empresas y para vigilar su admisión, estadía temporal y regreso al país de donde procedieron”. 3) La expresión de la Constitución de 1966, “los [extranjeros] que estén de tránsito en él [en el país]” hay que entender entonces que significa los extranjeros “no inmigrantes”. 4) A esta última categoría pertenecen los  padres de Juliana Deguis Pierre, que eran unos de esos “jornaleros temporeros”. 5) Por lo tanto, Juliana Deguis Pierre cae dentro de la excepción señalada por el artículo de la Constitución de 1966: ella no es nacional dominicana.

A ese argumento central, el tribunal añade algunos otros que juegan, por así decirlo, un papel de refuerzo. Los más importantes parecen ser los siguientes: 1) En el caso de las niñas Yean y Bosico contra República Dominicana, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó, en 2005, a este país por haber violado el derecho a la nacionalidad y a la igualdad ante la ley (las niñas eran también hijas de haitianos a las que se había negado la nacionalidad dominicana), pero esa decisión se habría basado en una serie de errores: haber confundido la categoría de “extranjeros transeúntes” con la de “extranjeros en tránsito”; no haber tenido en cuenta que, en materia de nacionalidad, “los Estados deben contar con un nivel de discrecionalidad importante” o, dicho de otra manera, que aquí debería jugar el concepto de “margen de apreciación” (a favor de los Estados) introducido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos; no haber tenido en cuenta tampoco que esa categoría de “extranjeros en tránsito” no es privativa del Derecho dominicano, sino que figura también en el Derecho colombiano y en el chileno. 2) La decisión del tribunal constitucional en el caso de Juliana Deguis Pierre (como en el de las niñas Yean y Bosico) no supone convertir a esas personas en apátridas, puesto que, según el Derecho haitiano, ellas tendrían derecho a obtener esa nacionalidad. 3) Tampoco se estaría aplicando retroactivamente el Derecho, esto es, lo que toma en cuenta el tribunal no es la categoría (que figura en una ley de 2004 y en la Constitución de 2010) de “extranjeros que residen ilegalmente en el territorio dominicano” sino, como hemos visto, la de “extranjeros en tránsito” de la Constitución de 1966. 4) Y menos aún podría aducirse que a Juliana Deguis Pierre se le estaría privando de un derecho (la nacionalidad dominicana) que se le habría reconocido en el acta de nacimiento, porque la misma se habría expedido irregularmente; como dice la sentencia recurrida en revisión: “los hechos ilícitos no pueden producir efectos jurídicos válidos a favor del promotor ni del beneficiario de la violación”.

Empecemos entonces por examinar la solidez de estos últimos argumentos. El primero supone, por un lado, cometer la falacia de evadir la cuestión, puesto que la decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene fuerza vinculante para los tribunales (para todas las autoridades) de los países que han firmado la Convención, y éstos no pueden dejar de aplicarla porque discrepen de la misma, por más que sus discrepancias pudieran basarse en buenas razones. Pero es que además, y por otro lado, esas razones aducidas por el tribunal son realmente muy malas razones. La supuesta confusión entre “extranjeros transeúntes” y “extranjeros en tránsito”, de haber existido, no juega ningún papel relevante en la argumentación de la Corte interamericana. Lo que sí es relevante, y lleno de sentido,  es el criterio establecido por este último tribunal, según el cual, “para considerar a una persona como transeúnte o en tránsito, independientemente de la clasificación que se utilice, el Estado debe respetar un límite temporal razonable, y ser coherente con el hecho de que un extranjero que desarrolla vínculos en un Estado no puede ser equiparado a un transeúnte o a una persona en tránsito”. Por lo demás, el concepto de “margen de apreciación”, tal y como lo usa el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (y como lo usaría cualquier persona razonable), tiene, naturalmente, sus límites; para hablar claro, puede entenderse que un país establezca, amparándose en esa idea, medidas migratorias más estrictas que otros, pero no podría aceptarse que una de ellas consistiera, por ejemplo, en discriminar por razón de raza o de sexo. Y por lo que se refiere a la última de las razones, a la de que “otros también lo hacen”, parece obvio que no puede ser una buena razón si lo que hacen estuviera mal; pero es que, además, todo hace pensar que el Tribunal Constitucional dominicano se equivoca al pensar así y comete, ahora, una nueva falacia, la de la equivocidad: pues lo injustificado no es usar el criterio de estar de paso en un país o no estar domiciliado en él para negar la nacionalidad a alguien, sino entender que una persona que ha  nacido y vivido toda su vida (en el caso de la mujer de la sentencia, casi 30 años) en un país, esté “en tránsito” en el mismo o se le niegue la posibilidad de tener en él un “domicilio legal”; y, por lo que se puede leer en la sentencia, ni Colombia ni Chile (pero sí la República Dominicana) estarían en esa situación.

En fin, el resto de los que he llamado “argumentos de refuerzo” no merecen tampoco mucho más crédito que el anterior. Por lo que se refiere a que las personas (varios cientos de miles) a las que se les estaría negando la nacionalidad dominicana no quedarían apátridas, es inevitable recordar lo que decía Vargas Llosa, respecto a la crueldad, inhumanidad e hipocresía que destila la sentencia. Pues, obviamente, no se trata aquí de una cuestión formal, de que a alguien se le pueda calificar de una u otra forma, sino de una cuestión sustantiva, de si a alguien se le coloca o no en una situación de vulnerabilidad; tiene por ello toda la razón una de las juezas disidentes cuando, en su fallo, escribe: “se promueve [con la sentencia de la mayoría] la condición de apátrida de la recurrente Juliana Deguis, por cuanto ésta tendría que someterse a un procedimiento cuya duración la dejaría desprovista de personalidad jurídica y vulnerable, situación que se agrava pues la recurrente no tiene ningún vínculo con Haití, y está siendo no sólo desnacionalizada, sino forzada a ser haitiana”. Sobre si se está aplicando o no retroactivamente el Derecho, el tribunal estaría también incurriendo en una especie de quid pro quo: pues lo importante, en materia de  derechos fundamentales, no es si el Derecho se está aplicando  retroactiva o irrretroactivamente, sino si se está aplicando el Derecho  (las normas -y la interpretación de las mismas-) más favorable para la protección y tutela del derecho de que se trate. Y sobre el uso del principio de que “nadie puede obtener provecho como consecuencia de un acto ilícito suyo” no queda de nuevo más remedio que volver a recordar la triada de los epítetos (crueldad, inhumanidad e hipocresía) traídos a colación por el escritor peruano: ni Juliana ni sus padres (que no habrían presentado sus cédulas de identidad al inscribirla en el registro) cometieron ningún ilícito sino que, en todo caso, la irregularidad habría que atribuírsela a las autoridades del país; de manera que el principio que en realidad se estaría aplicando aquí es el de que “los individuos son responsables por las irregularidades –se trate o no de actos ilícitos- cometidas por las autoridades”.

Pero, con todo, lo peor, el punto más débil, de la sentencia no está ahí, sino en lo que he llamado el argumento principal. Y lo está porque, para interpretar el artículo 11 de la Constitución de 1966, el Tribunal Constitucional apela, como hemos visto, a las clasificaciones de extranjeros establecidas en una ley de 1939 sin darse cuenta, al parecer, de que las mismas implican una clara discriminación hacia las personas de una cierta condición, e integran un caso que podría denominarse “de libro” de lo que supone atentar contra el principio de dignidad humana. Un principio esgrimido en los dos fallos de las juezas disidentes que se refieren para ello a diversos artículos de la Constitución vigente en la República Dominicana, la cual considera  a este principio –o a este valor- como el fundamento de todos los derechos fundamentales. Pues bien, si el lector vuelve ahora a leer (quizás ni siquiera haga falta, pues lo recordará) lo que esa ley decía sobre las condiciones de admisión de los jornaleros temporeros en la República Dominicana no tendrá ninguna dificultad para darse cuenta, a sensu contrario, de lo que Kant entendía por respetar la dignidad humana, por reconocer a alguien como persona: tratarle como un fin en sí mismo y no como un simple instrumento al servicio de otros, en este caso, al servicio de las empresas agrícolas. Y ese atentado contra la dignidad se plasma –podríamos decir, normativamente- en el trato discriminatorio que supone incluir en una misma categoría, considerar como iguales a efectos de obtener la ciudadanía dominicana, a grupos de personas que están en condiciones muy distintas; o, mejor dicho, las tres primeras subcategorías de los “extranjeros no inmigrantes” obedecen a un mismo principio (son individuos que no tienen arraigo en el país), mientras que en relación con la cuarta (la de los jornaleros temporeros) la razón para incluirlos ahí es otra muy distinta: son individuos arraigados en el país (hasta el punto de que han podido nacer en él y haber vivido en el mismo durante décadas) pero a los que, simplemente, no se desea reconocer como ciudadanos, como iguales. El propósito de discriminación no podría estar más a las claras.

Pues bien, si la República Dominicana es un Estado de Derecho, un Estado constitucional, parece obvio que no puede considerarse como Derecho válido de ese Estado a ninguna norma (o interpretación de una norma) que implique un trato discriminatorio e indigno. Dicho si se quiere de manera más técnica: la “regla de reconocimiento” del Derecho dominicano nos dice que es Derecho válido en ese país las normas contenidas en su Constitución (de 2010), las dictadas posteriormente de conformidad con lo ahí establecido, y las existentes con anterioridad, en la medida en que no hayan sido explícitamente derogadas o bien se opongan a lo establecido en la Constitución. Que una ley promulgada durante los ominosos gobiernos de Trujillo (gobernase formalmente él o alguien que obedeciese a sus dictados) y en un momento de auge de las leyes raciales en el mundo contenga elementos contrarios a los más elementales derechos humanos no puede constituir, desde luego, una sorpresa para nadie. Lo que sí resulta chocante es que eso no lo hayan advertido once magistrados de un tribunal constitucional cuyo rol fundamental es precisamente el de velar por la constitucionalidad de las leyes.

Alguna vez he pensado que ser miembro de un tribunal constitucional supone tener una gran fortuna moral, pues sitúa a la persona que desempeña esa función en una posición privilegiada para hacer justicia. Es por ello triste constatar que once de los trece miembros del Tribunal Constitucional de la República Dominicana han dejado pasar esa oportunidad de actuar no de manera heroica, sino en conformidad con lo que el Derecho y la justicia requeriría. Toda una oportunidad perdida.

Manuel Atienza
La Mirada de Peitho
http://lamiradadepeitho.blogspot.com/2013_11_01_archive.html

Manuel Atienza: Catedrático en Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante, ha sido nombrado doctor honoris causa por diversas universidades latinoamericanas, siendo este campo el que lo llevó a una intensa actividad investigadora y docente, cuya síntesis es su libro ”Curso de argumentación jurídica”. DLRD


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