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lunes, 2 de noviembre de 2015

El “Piloto's Gate”, entretiene y desacredita, apena y deshonra


Burla, vergüenza, desprecio
De nuevo la convicción dolorosa, la certeza abrumadora de nuestra pequeñez. La ratificación de la insignificancia, a pesar de los delirios que a veces nos encumbran, para caer muy rápido. Después del 1492 y del atrevimiento de 1844, la isla sigue náufraga como los sueños, su identidad es de palmeras, lascivia y béisbol. La caridad del mundo industrializado, de ese primer mundo inclemente y depredador se reduce a la propina en el resort, a los mandatos, al espolio consentido, cuando pacta una inversión desigual y exige seguridad jurídica. Es la concreción del opresor generoso que describe Paulo Freire. Esa “generosidad” que aplasta y cuenta con tantos serviles.

El “Piloto's Gate”, entretiene y desacredita, apena y deshonra. Coloca el país en el trayecto del sol que determinó la naturaleza y describió el poeta, para pervivir pereciendo. La huida convierte intentos oficiales en pantomima.

Es recurso vano exigir la aplicación de normas internacionales, de Tratados, cuando los representantes del poder público reclaman, encaramados encima de sus desatinos. Porque la preservación de una institución no se logra con bulla de esquina. Por eso, la alucinación de mando se pierde con la advertencia diplomática que trasciende la copa de vino y el disfraz en el patio de embajada.

La recurrencia confirma. Es Sam Goodson escapando tranquilito de la sala de audiencia, como dijo adiós Mazurka y se fugaron Los Palmas y Wesolowski. Es Figueroa Agosto surcando los mares y el entra y sale de una cómplice sin afectar generalatos, ni ministerio alguno. La rutina de la impunidad encubierta con pujos moralizadores y moralizantes, ajenos al ejercicio de la acción pública. La genuflexión en su esplendor. La persuasión del límite, de la imposibilidad para controlar algo más que el quehacer de pasillo o la petición de espacio en Najayo.

La intromisión grotesca en el territorio nacional, de un eurodiputado y un criminólogo, especialista en seguridad área, naval y delitos de identidad, para rescatar a dos pilotos condenados por el Primer Tribunal Colegiado del Distrito Nacional, fortalece la condición de bastardía colonial que alela la superestructura. Fauret y Odos, fueron sorprendidos, el 20 de marzo de 2013, cuando se disponían a transportar 700 kilos de cocaína, en un jet Falcón, desde Punta Cana hasta Saint Tropez. Los pilotos fueron condenados a 20 años de prisión, sin embargo, a pesar de la contundencia de la condena, a los “héroes” no se les impuso ninguna medida para restringir su libertad. Libres, en este país de obsecuentes con el colonizador blanco, planificaron su escape.

Satisfechos, los gestores del exitoso proyecto revelan al mundo sus detalles. La información es tema del momento, propicia la oferta de un espacio para el crimen, entorno de anarquía sabrosa, donde los europeos se asientan y con el contubernio de élites progre, organizan sus redes criminales. Evaden, corrompen, seducen y celebran con autoridades y regentes éticos de esta insularidad sin dolientes.

El resabio ahora es de corral. Es la contradicción, la repartición de culpas y responsabilidad. Teatro para paliar la impotencia. Y donde debe estar la respuesta está la duda. Especulan, urden justificaciones más cerca del guión para largo metraje que de la realidad. La especie que atribuye a los condenados la condición de agentes dobles y urgía protegerlos de la mano extensa del narco, es tan pedestre como ofensivo es el fanfarrón eurodiputado que gana nombradía gracias a nuestra fragilidad.

Los autores del “Pilotos Gate” subrayan la factura gala de la odisea, empero, hay aspectos que ameritan indagación. Las aporreadas autoridades criollas deben investigar: cómo lograron los pasaportes incautados, cómo pudieron surcar aguas territoriales sin atasco alguno. Cómo se realizaron los encuentros con los condenados, sin provocar la suspicacia de los agentes de inteligencia y seguridad, que conocen hasta las incontinencias de algunos.

El escándalo nos coloca frente al espejo y la imagen es desoladora. Sin consecuencias jurídicas previsibles, solo queda la vergüenza. El efecto de la burla y del desprecio.


Carmen Imbert Brugal
Hoy

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