Ya antes de sentarse en una mesa del restaurante Moo, rumbo a la mesa, anticipa lo sabroso que resultan el carpaccio de pichón con helado de enebro y la manzana caramelizada rellena de foie y aceite de vainilla. Esteva cuenta que come cada día en uno de sus locales. O baja a desayunar. O pasa a tomarse un aperitivo. La cuestión es no bajar la guardia. "Reconozco que soy muy crítica. Me gusta que todo esté perfecto", confiesa, mientras su mirada controladora se pierde, inquieta, en los detalles del local. A la vez, pide como aperitivo dos copas de champán, que llegarán acompañadas de snacks de sobrasada de mejillón y de crujientes de camarón. Por fin se sienta la empresaria.
"¿Empresaria?", se sorprende, tras asegurar que no sabe ni lo que gana su grupo, El Tragaluz. "A mí lo que me interesa es el proceso creativo... Yo creo ambientes". Seguramente ése es uno de los secretos que explican el éxito de El Tragaluz, cuyo embrión es esta misma mujer de verbo atropellado, un puñado de años atrás: recién separada a los veintipocos, con cuatro hijos y sin estudios superiores, con la fortuna de haber sido paseada por sus padres, desde niña, por los mejores restaurantes. Dice que su deseo era reproducir, con el dinero de la venta de un inmueble familiar, un pequeño local (hoy ya no existe) "donde no le diera corte comer sola a una mujer, con sus ensaladas, sus platos del día, sus enrollados de rosbif". Esteva tenía dos hermanos y era la única hija. "A mí me educaron como a una niña bien. Y las niñas bien sabemos guisar".
Elige el menú de entre semana, que incluye sopa de cebolla con huevo y queso Comté y guisantes con sepia y chipirones. Prefiere la raya ahumada con alcaparras a la terrina de pollo de payés trufada. Y, de postre, marrón glasé. Durante el almuerzo en el Moo, galardonado con una estrella Michelin, Esteva salta de un tema a otro: el inicio incierto ("lloraba de noche porque no sabía de finanzas"), algún momento duro de la vida por la pérdida de seres queridos, su fama de no tener pelos en la lengua, sus críticas al exceso de regulación en Barcelona, o su incapacidad de estarse quieta.
"He trabajado mucho. Si me hubiera casado con un señor rico, habría jugado al golf y me habría aburrido a muerte", se ríe. "El Tragaluz, que he desarrollado con mi hijo Tomás, es mi vida". Durante el almuerzo, se levanta a saludar a uno de los comensales, me presenta a los camareros, hace traer un libro del viaje que realizó con empleados entre Pekín y Lhasa y desenfunda el móvil para enseñar fotos de una cena célebre con chefs de lujo en su casa. "Soy feliz dando de comer. Es una forma de darse", proclama, mientras observa la vasta sala del restaurante, que corta una escultura roja adquirida en Arco. Hoy es viernes y no hay mucha gente. "No, no es la crisis. Los viernes la gente va a esquiar".
elpais.com
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