No me refiero a la soledad física del mandatario de una nación, ni tampoco cuando los miembros de su gabinete deciden guardar silencio al necesitar del apoyo público ante una crisis de gobernabilidad. En realidad, estoy aludiendo a las circunstancias en que un jefe de Estado es rechazado por su pueblo.
No obstante, es comprensible que en ocasiones el Ejecutivo de un país se aleje de las estridencias del entorno palaciego, para reencontrarse a sí mismo o compartir con amigos íntimos o familiares cercanos.
La soledad del Poder es el trance desolador que precede al acorralamiento; cuando el que dirige se halla sólo con su conciencia, al asumir alguna medida importante; responsable de sus aciertos y errores.
No se trata sólo al ordenar algunas medidas, sino en el momento en que el Presidente es presa del más absoluto desamparo al ser desobedecido o los gobernados le retiran la confianza y apoyo que esperaba.
En pocas palabras, la soledad del Poder se expresa como un látigo, embargando al “número uno” de una inusual amargura espiritual, al advertir que no manda nada y escasas o ninguna de sus órdenes son cumplidas.
Entonces es la hora en que el gobernante se entera de la soledad del Poder; esa sensación de ser abofeteado por quienes deben ser obedientes y gobernados sin la necesidad de autoritarismo ni represión.
Es la coyuntura en que los asesores sigilosamente se ocultan en la penumbra; se hacen “invisibles” a la vista de todos; dan su opinión y se marchan. Cuando el gobernante es el único reo de sus errores.
La soledad del Poder se hace más ostensible el día en que la sociedad le dice al Presidente que no puede hacer lo que le da la gana y tozudamente este insiste en negar que el soberano es el pueblo y nadie más.
Anulfo Mateo Pérez
anulfomateo[@]gmail.com
El Nacional
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