El Cigala hace las américas
El cantaor continúa su romance con la canción latinoamericana.
Nos recibe en casa para rememorar su carrera con motivo del lanzamiento de un nuevo disco, a la venta en exclusiva con EL PAÍS durante un mes desde el próximo domingo
Diego El Cigala es como esos indianos que volvían de las Américas colmados de riquezas y de historias. En su caso, de las canciones andinas, milongas de Martín Fierro y chacareras argentinas que llenan su nuevo trabajo,
Romance de la luna tucumana. ¿Tesoros intangibles? No exactamente. El cantaor también ha encontrado al otro lado del océano, que tanto une como separa todo un modo de vida, una vía de escape a la asfixiante realidad de la España del desánimo y los desahucios, de la corrupción y la desvergüenza. El cantaor, nacido en Madrid
Diego Ramón Jiménez Salazar en 1968, planea mudarse en verano a República Dominicana, donde la vida transcurrirá, espera, más desahogada. Las autoridades le facilitarán los trámites de obtención de la doble nacionalidad a él y a los suyos. A Amparo, su mujer (y representante y memoria cuando esta falla). Y a sus hijos: Diego, el mayor, de 16 años, y Rafael, ese chaval de 7 que corretea por la casa con una coleta larga y recta como un antebrazo. “¿Sabes cuando una cosa se ha terminado?”, dice El Cigala. “Pues esto se ha terminado”.
“Esto” es el circuito estable de conciertos, el apoyo de la Administración a la creación y otras quimeras de aquel lejano pasado de emprendimiento cultural, arrasadas por la tormenta de los recortes y
la subida del 13% de IVA. “Aquí es imposible mantenerte. No es cómo esté el patio, es que no hay patio. En España ya no creces, si acaso vas disminuyendo. Primero, porque ya no te pagan tus cachés, y segundo, porque ya no haces giras. Están acabando con la cultura, no piensan dejar títere con cabeza. Allí, en cambio, no hay crisis; me pagan como me tienen que pagar. Trabajo como siempre. Entonces, ¿para qué quedarme aquí? ¿Para ver cómo se hunde el barco?”.
Allí, en la cuenca atlántica andaluza, está contenido hasta nuevo aviso su mundo al completo: la enorme televisión de plasma; los
grammys; esos retratos a lápiz o acuarela con los que los espontáneos se atreven con desigual fortuna a atrapar su perfil, escurridizo como el crustáceo que a Camarón le sirvió para ponerle mote; la PlayStation y el mando ¡dorado! que encargó al fabricante para que hiciese juego con los anillos y los collares que solo se quita cuando no queda otra en los controles aeroportuarios… A ambos lados de un enorme y agradable salón, dos escaleras empinadas de madera trepan hacia sendos camarotes que se antojan las dos caras de una misma moneda. En uno, un billar preside el lugar de recreo de un niño grande. En el otro, los cajones flamencos, las percusiones latinas, los ordenadores y las mesas de mezclas se desordenan en un estudio de grabación casero, uno de los mayores orgullos de su propietario.
Diego El Cigala se hacía estas preguntas sin respuesta una tarde reciente en su casa de las afueras de Madrid, un chalé con el aspecto de un buque de madera oscura capaz de surcar todas las inclemencias, mientras un aguacero de granizo caía a plomo sobre el jardín como metáfora de todas las tormentas que azotan a un país en problemas. El cantaor llegó hace cinco años a encerrarse en este oasis residencial, en busca del tranquilo anonimato que solo puede brindar una urbanización donde las calles se organizan con el nombre de los ríos de España.
Durante 10 sofocantes días del agosto pasado registró El Cigala en este abarrotado camarote Romance de la luna tucumana, libro-disco que se pondrá a la venta con EL PAÍS durante un mes a partir del 28 de abril (pasado ese momento, podrá encontrarse en las tiendas de discos). Y como siempre, las cosas transcurrieron inevitablemente dictadas por su particular ritmo: “Hacía muchísimo calor, pero no podíamos encender el aire acondicionado ni el ventilador porque se nos colaba en la mezcla. Así que aquí estábamos, sin camiseta, y de vez en cuando nos teníamos que bajar corriendo a darnos un chapuzón en la piscina. Empezábamos a eso de las cinco de la tarde y levantábamos la sesión a las cinco de la madrugada”, recuerda, antes de deslizar una justificación flamenca: “Es que para mí que las cosas no funcionan por las mañanas”.
Para demostrar que en eso de grabar discos el mundo también ha cambiado, El Cigala repasa a todo volumen las canciones del álbum. “Ya no necesitas meterte para nada en un estudio profesional”, dice, y se maravilla del sonido de su nuevo acompañante, el guitarrista eléctrico valenciano Diego García, El Twanguero. Lo conoció por su gran amigo Andrés Calamaro y resulta el protagonista instrumental del álbum, gracias al particular sonido que es capaz de arrancarle a las seis cuerdas, entre jazzístico y folclórico, entre los años cincuenta y el siglo XXI, entre el twang, onomatopeya vibrante, y el tango.
No es García el único nuevo compañero de fatigas de El Cigala en este trabajo. En
Por una cabeza, de Gardel,
Adriana Varela quita el
sentíocon su arrogante forma de interpretar el tango a lo Roberto Goyeneche. Aunque quizá la invitada más inesperada sea una que llegó desde el más allá. En
Canción para un niño de la calle, Mercedes Sosa, leyenda del folclore argentino fallecida en 2009, se las ve en un emocionante dueto con el cantaor madrileño. El Cigala había escuchado a
Sosa interpretar el tema junto a Calle 13 en un disco de homenaje grabado poco antes de la muerte de esta. “Se me ocurrió pedirle permiso al hijo, Fabián El Matus. A las tres semanas, me mandó la pista. Cuando la grabamos nos dio la sensación de que Mercedes había bajado para estar con nosotros, había cantado un rato y nos había dicho hasta luego. Y, claro, rompimos a llorar como niños”.
Tanta conexión argentina parece el lógico siguiente paso en una carrera que cambió para siempre el día en que el pianista cubano
Bebo Valdés, fallecido el 22 de marzo pasado, se cruzó, hace ya más de una década, en la vida de un joven flamenco de personalidad desbordante y reputación agitada, ganada en el camino de los excesos que no conduce a la sabiduría. Juntos grabaron
Lágrimas negras, un fenomenal acontecimiento artístico y social que lleva, según cálculos de El Cigala, 1,4 millones de copias vendidas. “Supe de él al ver la película de Fernando Trueba
Calle 54. Encontrarme con Bebo fue lo mejor que me ha pasado musicalmente en la vida”, explica. “Desconocía las melodías del son cubano. Todo lo que sé de
guarachar y de abrirme a otras músicas lo aprendí de él”.
De su muerte se enteraron Diego y Amparo cuando aquel viernes oscuro el teléfono comenzó a sonar con furia, como ansioso por escupir las malas noticias. Bebo había muerto en Estocolmo, la ciudad en la que el músico se refugió de la Cuba que ya le fue imposible reconocer. Se casó en los sesenta con Rose Marie Pehrson, tuvo dos hijos y acabó tocando en un frío piano-bar de hotel. “La familia sueca se lo llevó allí, pese a que el viejito vivía en Benalmádena. Lo hicieron contra la voluntad de su hijo Chucho”, explica El Cigala, que aún recuerda cuando Valdés vio por primera vez Estepona, no muy lejos del que sería su hogar, y decidió que allí quería terminar sus días. O cuando una gira los llevó a Cádiz y la visión de la Tacita de Plata hizo al pianista añorar La Habana hasta el límite de las lágrimas.
“Ha vivido largamente, claro, ya firmaba yo aguantar hasta los 94 años”, continúa el cantaor. “Solo lamento que se haya muerto sin recuerdos… ¡maldito alzhéimer! Que se haya ido sin saber que un día hicimosLágrimas negras…”. Lo sucedido tras el fallecimiento también entristece a El Cigala. Bebo fue enterrado en la capital sueca, sin la compañía de sus amigos de España. “Ni siquiera pudo asistir Chucho; nosotros queríamos ir, pero, compréndeme, si no va el hijo, ¡qué pintábamos nosotros allí!”.
–¿Cuándo vio por última vez a Bebo?
–Hace unos dos años en Madrid, en un cumpleaños suyo…
–¿Fue entonces cuando se reconciliaron?
–Nosotros nunca nos enfadamos. Nunca. Jamás. Lo que pasa es que sus giras las llevaba una gente que lo indispuso contra nosotros. Pero él era un hombre correcto, de principios. Yo le quise advertir de que había cosas en las que se estaban aprovechando de él. Y él me decía: “No sigas con eso, que se van a enfadar los jefes con nosotros”. Y yo: “Pero Bebo, ¡si el jefe eres tú!”. Lo que pasa es que él no quería pelea. Siempre contaba que él estaba de prestado, que eso que le estaba pasando, a su edad, ya era más de lo que podía esperar… Él sabía que me quedaba toda la vida por delante y me dejó ir.
Como en toda historia de separación, las definiciones del porqué difieren irremediablemente, pero lo cierto es que El Cigala decidió seguir por su cuenta. El detonante final, cuenta el cantaor, fue un episodio en Bogotá, cuando este se embarcó en una adaptación de La pasión según san Mateo del que entonces era el productor del momento, Javier Limón, en parte gracias al éxito de Lágrimas negras. La ocurrencia acabó en sonoro fracaso, en un enfrentamiento con la filarmónica de la ciudad y en un cruce de acusaciones entre todos los implicados y aireado por la prensa de ambas orillas. “Tardamos cinco años en poder volver a Colombia”, recuerda Amparo, cuando el manto de la noche ya ha caído sobre la urbanización para subrayar la tranquilidad suburbial.
Para entonces, mediados de la década pasada, el veneno latinoamericano ya había infectado sin remedio al cantaor. El antídoto se tituló
Dos lágrimas (2008) y contenía coplas, guaguancós, danzones y tangos. El disco se distribuyó con EL PAÍS en una jugada inédita en la industria española e inspirada por una maniobra de Prince, excéntrica estrella del pop con ideas propias. La nueva huida hacia delante resultó un éxito y acabó por dar la razón a El Cigala, que se había embarcado en otra pelea, esta vez con su discográfica,
Sony, a la que tuvo que comprar su libertad para poder volar.
Un par de años después llegaría
Cigala & tango, un cruce entre el flamenco que habita la garganta del gitano y la sensibilidad porteña del material escogido y registrado a pecho descubierto en el Gran Rex de Buenos Aires: en música, el equivalente a encerrarse en Las Ventas con seis toros de los de antes. Aquella osadía también obtuvo su justa recompensa. No solo salió a hombros del teatro ante la más exigente parroquia que quepa imaginar, el disco obtuvo un Grammy latino que hoy está apoyado de cualquier manera sobre un aparador en una esquina del salón de la casa. “Lo mejor de todo es que Zapatero me escribió un telegrama de felicitación. ¡En su último día como presidente! ‘Te felicito, enhorabuena por tu Grammy. Me encanta tu música’, decía. ¡En su último día! ¿No tendría nada mejor que hacer? Solo le faltó añadir: ‘Diego, que yo me voy, que les dejo el muerto a estos señores que vienen ahora, a ver si lo hacen mejor que yo”.
Más allá de que en su entorno, como en todos los demás entornos, hayan cundido el desempleo, los desahucios y la implacable dictadura hipotecaria, ellos también han pasado su particular crisis. “Al menos, nuestro asesor nos recomendó que no compráramos una casa, que alquiláramos, porque esto no tenía buena pinta”, recuerda ella. Tras la publicación y el éxito de Dos lágrimas (“cuando los muy cabrones aún hablaban de brotes verdes”) se decidieron a montar una oficina y un sello, en cuyo catálogo figuran tres sobresalientes referencias: Yelsy Heredia (bajista, que participa en el nuevo álbum), Diego del Morao (hijo del añorado Moraíto Chico, muerto en 2011) y Jerry González. Contrataron a cinco personas, pero la aventura no salió tan bien como otras: “Una palmada, ha sido una palmada total y absoluta”, se lamentan al unísono. “Tuvimos que cerrar la oficina”.Es difícil hablar con El Cigala en esta insólita tarde de esta aún más insólita primavera sin volver a lo mismo: la crisis, la política, las razones por las que ya dejó de “leer los periódicos”, “la gran estafa” y “el tocomocho”. “El auténtico timo español de la estampita, vamos”, dice, e imita a Tony Leblanc en Los tramposos. A su lado, Amparo sentencia: “En este mundo de chorizos, tú pagas tus impuestos y luego solo se trata de saber quién se lo lleva”.
Quién sabe si el mecanismo es el mismo por el que España aprendió a ser más prudente, pero El Cigala parece más asentado que la última vez. Aunque sigue teniendo sus “chiringuitos”, lejos quedan los tiempos de las juergas interminables, de aquel Madrid que representaba una enorme tentación, el escenario de todas las debilidades que fue necesario abandonar primero rumbo a la sierra y luego al residencial universo paralelo. “Yo creo que senté la cabeza hace cinco años, al cumplir los 40. Dejémoslo en que antes era más hiperactivo. Ahora se me ha acentuado el lado hogareño, que siempre lo tuve. No salgo prácticamente. Mi cabeza ya no está para aguantar al personal. Esas burradas de salir luego las paga uno con el cuerpo y con la mente. Y a estos años míos, cuando baja la cosa que sube, aparecen unas depresiones muy raras”.
También debe de influir, claro, que El Cigala ya es abuelo…
–Un momento: ¿abuelo a los 44?
–De dos nietas, nada menos. Una tiene 14 meses, Carolina, y la otra, Rocío, 4. Son de mi hijo mayor, fruto de mi primera relación. Y sí, te cambian la vida. Pero oye, yo no soy el culpable; los culpables han sido los niños, que me han querido hacer abuelo rapidísimo y lo han conseguido.
Más difícil parece lograr que los flamencos sientan este nuevo disco como propio. ¿Le volverá a pasar a El Cigala lo que a Camarón con
La leyenda del tiempo, cuando los gitanos devolvían el disco a El Corte Inglés? “No me quita el sueño no gustar a los flamencos. Yo lo que busco es la musicalidad, la autenticidad. Porque para flamenco ya he nacido yo mismo. Lo difícil es meterse en estas peleas y salir bien parado. Ahora he estado en Jerez y los gitanos te dicen: ‘El próximo disco, Diego, es de flamenco, ¿no?’. Fíjate cómo es esa primera pregunta. Y yo digo: pues no. Esto llega a otro público, que es por el que yo llevo peleando y luchando durante años”.
Confía en tener a esa audiencia mejor atendida desde su nuevo hogar en República Dominicana. “Allí estará México, que es la puerta de entrada necesaria si quieres conquistar el corazón musical de América Latina, y Colombia, a dos horas. Miami, a hora y media. Y Cuba, a 50 minutos. Muchos músicos de mi entorno me dicen: ‘A ver qué tal te va, y si eso nos vamos nosotros también”. Los siguientes objetivos de su carrera pasan por conquistar “Brasil y Estados Unidos”, aunque para ello tenga que pasar por tragos aduaneros que siempre comienzan con la misma pregunta (“¿usted tiene vínculos con el mundo árabe?”) y suelen prolongarse “al menos durante cinco horas”.
Cuando llegue al Caribe le nombrarán, asegura, doctor honoris causapor la Universidad Autónoma de Santo Domingo (“¡doctor honoris causa!, ¿quién me lo iba a decir a mí?”, exclama). Quizá pueda retomar un proyecto que en España quedó aparcado: un musical de Lágrimas negras dirigido por él e interpretado por los personajes de La bien pagá,Corazón loco y el resto de las canciones contenidas en el clásico.
Pero antes toca presentar aquí Romance de la luna tucumana (22 de junio, en Valencia; 3 de julio, en Madrid; 5 de julio, en Tenerife, y 10 de julio, en Barcelona). Y luego, con suerte, tiempo y perspectiva sucederá aquello que todos los indianos saben que ocurrirá antes o después: “Me voy con ganas de echar de menos España”.
El libro-CD ‘Romance de la luna tucumana’, editado por Ediciones EL PAÍS y Gran Vía Musical, puede conseguirse en exclusiva con EL PAÍS a partir del próximo domingo, 28 de abril, y durante un mes, en puntos de venta de prensa en toda España. Precio: 9,95 euros.