El arma de fuego no es solo un instrumento de muerte per se. En el hombre, su usuario por excelencia, constituye la muleta de una masculinidad mal entendida y peor vivida. Una extensión del falo que hace valer y ser. Una prótesis de la personalidad mutilada.
Pero el arma de fuego es también, en aplastante mayoría de casos, la evidencia más paradójica y estruendosa de la cobardía. Se porta y se dispara para agredir al que se percibe como agresor. Se mata con frecuencia… y se huye despavorido de las consecuencias del propio acto.
¿”Guapo” quien dispara, mata y huye? No, cobarde hasta el asco. Irresponsable frente al daño causado, temeroso del castigo que nunca será tan pesado y definitivo como el infligido al objeto de su violencia.
El sábado, un hombre asesinó de un disparo en la cabeza a un “limpiavidrios”. Lo dejó tendido en el pavimento y huyó. Al momento de escribir estas líneas aun no se había presentado a la Policía a dar la cara, a responder, como “guapo” que es, de su crimen.
Con toda seguridad, le teme a la cárcel. A ese lugar donde no podrá portar el arma con la que asesinó a un marginal indefenso. Donde no habrá mujeres a las cuales impresionar con la exhibición del objeto que “realiza” su “hombría”.
Quizá confía en que la marginalidad de “Miguel” echará tierra a la sangre que derramó su violenta “superioridad”. Es posible porque en este país todo puede suceder y de hecho sucede. Mientras, continuará agazapado en la sombra de su miedo, ese que habla por él de su catadura social y humana.
Editorial 7 Días
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