Un vergonzoso fallo "Constitucional"
La sentencia del Tribunal Constitucional dominicano que, en una especie de “genocidio” jurídico, ordena despojar de su nacionalidad a cerca de tres generaciones de quisqueyanos hijos o descendientes de haitianos indocumentados, violenta los más básicos principios de derechos humanos, de espíritu democrático y de cordura judicial.
La sentencia del Tribunal Constitucional dominicano que, en una especie de “genocidio” jurídico, ordena despojar de su nacionalidad a cerca de tres generaciones de quisqueyanos hijos o descendientes de haitianos indocumentados, violenta los más básicos principios de derechos humanos, de espíritu democrático y de cordura judicial.
Además, por sus consecuencias sobre la unidad y la integridad de decenas de miles de familias, y sobre su acceso a los servicios de educación, de salud y hasta de seguridad, el fallo emitido el pasado 26 de septiembre sólo puede inscribirse en la categoría del oprobio.
Porque en una nación como República Dominicana, de reconocidos avances institucionales en las últimas décadas, no es de esperarse que, contra toda convención internacional y contra sus propios preceptos constitucionales, se tuerzan las leyes hacia la retroactividad selectiva ni se diseñen sentencias discriminatorias contra grupos específicos por su origen racial o nacional, o su descendencia.
Este calvario que ahora sufren alrededor de 250,000 seres humanos amenazados con el despojo, comienza cuando la dominicana Juliana Deguis Pierre, descendiente de indocumentados, busca amparo ante el Tribunal Constitucional, pidiéndole la revisión de la decisión de una corte civil del distrito judicial de la provincia de Monte Plata que la dejó en un “estado de indefinición” al no pronunciarse sobre su derecho al nombre, su cédula de identidad y electoral y su personalidad jurídica. Documentos que, como ciudadana, tenía que recibir de la Junta Central Electoral.
En vez de acoger el recurso para revocar un abuso de poder del Estado contra esta mujer nacida en Quisqueya en 1984, el máximo tribunal tomó su caso para declararla sin nacionalidad y sin derechos y, como factor multiplicador del daño, revocar la ciudadanía a todos los dominicanos que, desde 1929, descendieran de ciudadanos haitianos con estatus migratorio irregular en República Dominicana.
En un esfuerzo por pasar el prejuicio histórico como decisión jurídica, el Tribunal Constitucional declara a los indocumentados “transeúntes” o “extranjeros en tránsito” y que, por tal situación, los niños que les nacieran en territorio nacional no tienen derecho a la ciudadanía.
Pero, en un voto disidente que reivindica, la jueza Isabel Bonilla Hernández sostiene la diferencia entre una persona “en tránsito” y un inmigrante con estatus irregular. Cita de la Constitución de 1966 que, sin distinción, son dominicanas “todas las personas que nacieren en el territorio de la República”. Y agrega que sus colegas “no tomaron en consideración que el nacimiento en el país de personas de descendencia haitiana, tiene su origen en el ingreso a República Dominicana de sus ascendientes, como trabajadores temporeros para el corte de la caña o como trabajadores agrícolas, contratados, unas veces por el Estado y otras veces por empresas privadas; se trata pues, de personas que una vez vencidos sus contratos de trabajo, no regresaron a Haití, se asentaron en suelo dominicano y han permanecido en el país de manera ilegal durante muchos años, por lo que no pueden ser considerados extranjeros en tránsito”.
De manera que, con su arbitrariedad, ese fallo agrede la sensibilidad, tiraniza a sus propios ciudadanos, viola las convenciones contra la discriminación racial, sobre los derechos del niño, sobre la eliminación de la discriminación contra la mujer y burla la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
A estos dominicanos debe reconocérseles sin más su nacionalidad. Y, al contrario de lo anunciado por el gobierno de Danilo Medina y a lo que sospechosamente se han allanado las Naciones Unidas, el daño no se supera con la farsa de “regularizar” su estatus migratorio para que permanezcan como extranjeros “legalizados” en su país. Así que el Tribunal debería autorrevocarse en una sentencia que en nada hace honor a los más sagrados valores de convivencia, respeto y solidaridad de la hermana República Dominicana.
Porque en una nación como República Dominicana, de reconocidos avances institucionales en las últimas décadas, no es de esperarse que, contra toda convención internacional y contra sus propios preceptos constitucionales, se tuerzan las leyes hacia la retroactividad selectiva ni se diseñen sentencias discriminatorias contra grupos específicos por su origen racial o nacional, o su descendencia.
Este calvario que ahora sufren alrededor de 250,000 seres humanos amenazados con el despojo, comienza cuando la dominicana Juliana Deguis Pierre, descendiente de indocumentados, busca amparo ante el Tribunal Constitucional, pidiéndole la revisión de la decisión de una corte civil del distrito judicial de la provincia de Monte Plata que la dejó en un “estado de indefinición” al no pronunciarse sobre su derecho al nombre, su cédula de identidad y electoral y su personalidad jurídica. Documentos que, como ciudadana, tenía que recibir de la Junta Central Electoral.
En vez de acoger el recurso para revocar un abuso de poder del Estado contra esta mujer nacida en Quisqueya en 1984, el máximo tribunal tomó su caso para declararla sin nacionalidad y sin derechos y, como factor multiplicador del daño, revocar la ciudadanía a todos los dominicanos que, desde 1929, descendieran de ciudadanos haitianos con estatus migratorio irregular en República Dominicana.
En un esfuerzo por pasar el prejuicio histórico como decisión jurídica, el Tribunal Constitucional declara a los indocumentados “transeúntes” o “extranjeros en tránsito” y que, por tal situación, los niños que les nacieran en territorio nacional no tienen derecho a la ciudadanía.
Pero, en un voto disidente que reivindica, la jueza Isabel Bonilla Hernández sostiene la diferencia entre una persona “en tránsito” y un inmigrante con estatus irregular. Cita de la Constitución de 1966 que, sin distinción, son dominicanas “todas las personas que nacieren en el territorio de la República”. Y agrega que sus colegas “no tomaron en consideración que el nacimiento en el país de personas de descendencia haitiana, tiene su origen en el ingreso a República Dominicana de sus ascendientes, como trabajadores temporeros para el corte de la caña o como trabajadores agrícolas, contratados, unas veces por el Estado y otras veces por empresas privadas; se trata pues, de personas que una vez vencidos sus contratos de trabajo, no regresaron a Haití, se asentaron en suelo dominicano y han permanecido en el país de manera ilegal durante muchos años, por lo que no pueden ser considerados extranjeros en tránsito”.
De manera que, con su arbitrariedad, ese fallo agrede la sensibilidad, tiraniza a sus propios ciudadanos, viola las convenciones contra la discriminación racial, sobre los derechos del niño, sobre la eliminación de la discriminación contra la mujer y burla la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
A estos dominicanos debe reconocérseles sin más su nacionalidad. Y, al contrario de lo anunciado por el gobierno de Danilo Medina y a lo que sospechosamente se han allanado las Naciones Unidas, el daño no se supera con la farsa de “regularizar” su estatus migratorio para que permanezcan como extranjeros “legalizados” en su país. Así que el Tribunal debería autorrevocarse en una sentencia que en nada hace honor a los más sagrados valores de convivencia, respeto y solidaridad de la hermana República Dominicana.
El Nuevo Día.com
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