La preparación de los alimentos comienza el lunes, cuando planeo el menú. El martes suelo ir al mercado a asegurarme de que tengan, frescos, todos los ingredientes que voy a requerir, y le añado o le quito cosas a las lista, según la oferta. Los dos días siguientes pongo a remojar y a marinar las aletas de tiburón, los mariscos, los hongos secos y otros ingredientes, y el viernes me dedico a comprar todo lo que se pueda preparar con anticipación. El sábado, el gran día, cocino y sirvo paso a paso los manjares. Aunque nunca llegamos a acabarnos toda la comida, durante años he seguido fiel a mi costumbre de servir nueve platos fuertes.
Huelga decir que acepto de buena gana preparar banquetes para 20 personas o más. Los banquetes se hacen para celebrar algún acontecimiento, lo cual es ya benéfico — y aún esencial — para el espíritu. No concibo que un niño pueda crecer privado de fiestas y celebraciones.
Pero lo que realmente me conmueve es una simple comida casera. Esta comida, simple, sencilla, tradicional forma parte de nuestra vida. Es componente fundamental de nuestro crecimiento y nos alimenta generación tras generación.
Hace muchos años, de visita en una ciudad a la que había ido a dar un sermón, me hospedé en casa de una familia acomodada. El día en que llegué, mi anfitrión debía atender otro compromiso, y yo me quedé a comer con su madre. Un comedor inmenso, 13 platillos sobre la mesa, y una anciana y yo, flanqueados por dos sirvientes. Esa fue nuestra cena. La anciana, que no cesó de hablar, apenas probó bocado. Tampoco yo comí gran cosa.
La cena no se prolongó mucho, y algunas viandas se quedaron casi intactas. No supe qué hicieron con toda esa comida; solo sé que aquella experiencia me hizo sentir extremadamente incómodo.
Con el pretexto de ir a ver la puesta de sol en la playa, me escabullí de aquella casa desierta apenas nos levantamos de la mesa. A la vuelta de la esquina me topé con una choza con techo de lámina (zinc). Dentro se encontraba cenando una familia, reunida alrededor de una mesita. Sobre la mesa había dos escudillas pequeñas; pero ¡qué contentos se veían todos y cómo charlaban! Era el extremo opuesto de la vieja solitaria.
Recuerdo también una experiencia que tuve en un monasterio budista. Luego de visitar el templo, mis amigos y yo nos quedamos a comer comida vegetariana, que incluía retoños de bambú, ganso vegetariano rostizado y varias delicias más. Mientras comíamos, empezamos a comparar los platos que teníamos en frente con otros que habíamos comido, y nos quejamos de su calidad. Más tarde me levanté para ir al baño, me perdí y fui a dar a la celda de un viejo monje que tenía las puerta abierta. En el pequeño y oscuro recinto, el monje estaba sentado con las piernas cruzadas frente a un taburete. Sobre el taburete había un pequeño plato de chícharos (petit pois), un tazón de tofu cocido y col. El monje, masticaba lentamente, con gran parsimonia y hasta con reverencia. Su rostro irradiaba tanta paz y tanta satisfacción, que no pude menos de avergonzarme. En ese momento, algo se despertó en mi interior.
Hoy les digo a mis hijos que los deseos de los hombres se asemejan a las flores. A una flor es mejor dejarla en capullo todo el tiempo posible. Una vez abierta del todo, no disfruta más que de un momento fugaz de glorioso regocijo. Luego, inexorablemente, palidece y se marchita.
De la misma manera, saborear despacio una comida sencilla despierta todas nuestras sensaciones. La textura y el sabor de cada plato —e incluso de cada ingrediente—son tan peculiares que podemos sentir cómo interactúan con el organismo. Me atrevería a afirmar que saben que están allí para alimentarnos y que dependemos de ellos para vivir. No hay palabras capaces de describir la satisfacción que esto produce.
Cuando no tenemos invitados en casa, nuestra cena normalmente se compone de unos cuantos platos simples de verduras y pescado, de los que nunca nos cansamos. Y mis dos hijos, mi esposa y yo solemos disfrutar media hora comiendo, compartiendo los alimentos y riendo. Es el paraíso nuestro de cada día.
Arnorld Yeung
Ordinary pleasures / Cosmic Light, Inc./Vol.23