El cocinero Eduardo Martínez, del restaurante Mini-mal, en Bogotá.
Esto ya no es una cocina siria o libanesa, se ha vuelto otra
Algunos cocineros se atreven ya con el tucupí. Uno de ellos es el peruano Pedro Miguel Schiaffino, en su Malabar de Lima. Otro, el colombiano Eduardo Martínez, quien lo convirtió en una de las referencias más buscadas por los asistentes a la última edición de Madrid Fusión. Su tucupí incluye, como condimento esencial para completar el sabor, unas hormigas pequeñas cuya dieta les da un curioso toque medio alimonado medio a eucalipto. Se podía encontrar en el espacio dedicado a la promoción de Colombia, en el recién clausurado congreso gastronómico, y venía a mostrar una preparación ignorada hasta hace muy poco. La humildad de la yuca y el origen lejano de la preparación la mantuvieron en el olvido.
Tanto como los pastelillos de arracacha, abandonados en muchas cocinas familiares, donde hasta hace no muchos años tuvieron su hábitat natural. O como algunas de las arepas que preparó en el mismo certamen Luz Beatriz Vélez —restaurante Abasto, Bogotá—, sintonizando algunos de los productos más populares de la despensa del país: el maíz, la yuca, la arracacha... Granos y tubérculos unidos en una propuesta que crece en manos de una generación de cocineros decidida a sacudirse los complejos.
En esas estaba también Leonor Espinosa —restaurante Leo, cocina y cava, Bogotá— mostrando una de las partes de ese todo que es la cocina de su país: el recetario de raíces africanas crecido en las cocinas del Pacífico y sustentado sobre pilares básicos como las hierbas aromáticas —culantro cimarrón, poleo, orégano grande…— o la leche de coco.
Alejandro Cuellar —Cinco Sentidos— y Eduardo Martínez —Mini-mal— mostraban su trabajo en un pequeño mostrador del stand contratado por Colombia, lejos del boato y la atención mediática de los escenarios del certamen. Allí se podía dar con la sorprendente naturaleza del tucupí, acercarse a la versatilidad de la yuca como producto esencial —representada en 11 preparaciones con texturas diferentes— o descubrir nuevas perspectivas para productos tradicionales, como la arracacha encurtida.
Me acerco atendiendo la llamada de un cuenco lleno de hormigas culonas fritas y encuentro valores que van mucho más allá del exotismo. Empezando por una diversidad que ellos mismos empiezan a descubrir. Eduardo, agrónomo reconvertido en cocinero, me habla de la guatila, una especie de calabaza verde muy acuosa que prepara en crudo cuando siempre se había servido guisada, del camu camu silvestre, o del borojó, una rubiácea cuyas semillas pueden tratarse como las del café y con una notable concentración de fósforo en la pulpa. También muestra una tremenda densidad: “una cucharada es suficiente para hacer un vaso de jugo bien denso; parecido al de tamarindo”. Al mismo tiempo, confiesa que cada visita que hace a los mercados de Bogotá se convierte en un descubrimiento permanente. “Se supone”, dice, “que soy un experto, pero camino por el mercado y me pasé el recorrido preguntando ¿qué es eso?”. La cocina colombiana está por descubrir.
La conversación se va llenando de nombres que empiezan a marcar el camino que puede llevar a los colombianos a reengancharse a la cocina que debía resultarle más familiar. Cita a Leonor Espinosa, Alejandro Gutiérrez, Tomás Rueda, el trabajo que hace Catalina Jiménez en el occidente, o la investigación de Alex Quessep sobre las cocinas árabes en la costa del Caribe. Eduardo augura que será una corriente tan interesante como la cocina nikkei peruana: “Ya no es una cocina siria o libanesa, se ha vuelto otra”.
Ignacio Medina
El País
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