Los bebés delincuentes: una lopezrodrigada
Las atrocidades que predica el Cardenal son predecibles y coherentemente derivadas, por un lado, el de menor importancia, de su desagradable y petulante carácter y por otro, con muchísimo más peso, de los postulados que enarbolan los sectores a los que él está adherido y que han impuesto los paradigmas oficiales, aunque lesionan los intereses y derechos de la mayoría y de todas las minorías también, excepción hecha de la minoría que se alimenta y enriquece con la miseria y la ignorancia del país.
Sus desatinos son tan reiterados y comunes, que les resultan naturales y él mismo ha conseguido deteriorarse a tal extremo, que cada vez se parece más a sí mismo. Cuando el Cardenal resulta conmocionante no es atípico, sino cotidiano. Solo subraya un poco su ser, su arrasante y despótico ser social de cada día, de cada desafortunado día que transcurre bajo su égida, con todas y cada una de sus estelares funciones religiosas, políticas, culturales y económicas.
Quizás no se ha percatado de ello, pero ya ha sido recompensado por su dedicación y no solo él, sino todos, tenemos la visión -para él y otros, muy esperanzadora- de la antesala del paraíso de los fascistas, bastando solo con el esterilizante espectáculo de la sangre que derrama la policía, cuando sale a la calle a cazar presuntos delincuentes -que cumplan con el requisito de ser indudablemente pobres-.
O con episodios envueltos en bruma, o más concretamente en asfixiante humo, como el oportunísimo incendio de la cárcel de Higüey -tan oportuno que pareció iniciado por la mano de Dios- donde murieron más de 135 presos, entre ellos algunos que trabajaban para la Iglesia Católica y estaban acusados de abusar de numerosos niños y niñas y cuyos casos se derritieron entre las llamas purificadoras, que todo lo silencian, antes de que se hale un hilo y se desbarate toda la colcha.
La reputación de burro que le han endilgado a Hipólito por pedestre -aunque me han llegado versiones de que el símil en realidad se originó como un elogio y no como una queja- debía corresponderle también al Cardenal, a quien en justicia de Dios, la camisa le ajusta con mayor precisión y por los motivos menos enorgullecedores.
Su autodivinización escolastizada, la arrogancia epopéyica, su peluda y empezuñada ignorancia, la ostentosa complicidad con la corrupción política, la insensibilidad pavorosa ante las injusticias sociales, el enriquecimiento parasitario, indecente y grotesco a costa de bienes públicos de la multinacional imperialista que encabeza en el país y el poder abusivo, codicioso, bruto, machorril, envilecedor y arbitrario que ilegítimamente ejerce y goza, explican perfectamente las patologías de las que hace galas, especialmente las más preocupantes de todas: su constante y eficiente conspiración contra los derechos humanos y civiles y su autoritaria imposición de leyes diseñadas a la medida de sus creencias, caprichos, intereses e imbecilidades.
La sociedad, postrada, indefensa, acéfala y comatosa -y una parte de ella beneficiada por y construida sobre el carcamalismo de sus dirigentes- acepta todos sus auspicios de la barbarie. No escucha el lamento que producen. Ni se conmueve con las terribles consecuencias y los dolorosos desenlaces de muchas de las disposiciones medievalizantes que impulsa y apoya el matatán religioso, siempre en desmedro del bienestar y los derechos de otros y otras, preferiblemente "otras", porque las mujeres, siendo la principal clientela de su negocio, también son uno de sus blancos tradicionales y favoritos de agresión.
La última barrabasada del Cardenal (de la que más de uno de los católicos, que no son todos ni tan borricos ni tan perversos como sus jerarcas, tiene que sentirse terriblemente avergonzado) fue la de apadrinar las agresiones contra la infancia en situaciones críticas, que forman parte de las políticas públicas impulsadas por una cínica cámara de diputados. Esta ha aprobado un aumento de las condenas para los menores de edad que delinquen, constituyendo precisamente los diputados el grupo de delincuentes mayores de edad más impune del país.
"El que es delincuente, es un delincuente a los dos años y la sociedad no puede seguir engendrando monstruos que se dedican a matar gente" sostuvo el Cardenal, con un atrasadísimo determinismo que forma parte de sus sicopatías y con el que maltrata a los niños, incluyendo a los bebés -que tienen una enorme importancia cuando todavía no existen, pero desde que nacen se convierten en justificadamente ametrallables- apoya a los diputados - a quienes nadie les ha medido lo que cuesta en vidas lo que ellos gastan en lujos, lo que es válido también para el Cardenal- y de paso a la policía mafiosa y asesina, atiborrada de sicarios, que pretende confrontar la delincuencia común, añadiéndole al paisaje la incertidumbre, la violencia y la atrocidad de las ejecuciones.
En República Dominicana hay miles de menores de edad viviendo y/o trabajando en condiciones extremadamente penosas. Son víctimas de la pobreza, la marginalidad y la injusticia. Están desnutridos, padecen enfermedades, viven en la miseria, carecen de educación.
Nacen, viven y mueren descalificados. Salen a las calles -o son obligados a salir- en busca de algo para sobrevivir y con frecuencia deben ayudar a la manutención de la familia. Son víctimas de traficantes, violadores y pederastas. Con la internalización de la violencia de las calles, sin educación, sin techo, sin comida, sin que tengan dónde aprender algo que les permita integrarse al sector productivo, fungen de cantera para la delincuencia común.
Eso es una construcción social, el resultado de un cúmulo de injusticias económicas y entuertos políticos, entre los que hay que incluir desde la ausencia de una política eficiente de salud sexual y reproductiva, hasta la corrupción generalizada.
Sí, necesitan la intervención del Estado, que debe elaborar las estrategias de incorporación social de sectores en condición crítica. Muchas organizaciones pueden ayudar, incluyendo varios organismos internacionales. Conocen esos problemas y tienen muchas sugerencias para confrontarlos, sugerencias válidas, que no son el enjaulamiento y el exterminio, que son las propuestas del Cardenal y la mayoría de los diputados. Estos quieren confrontar la pequeña delincuencia callejera, para seguir con la gran delincuencia estructural de la que ellos forman parte.
Esos legisladores son unos irresponsables, perversos y cínicos. Criminalizan las conductas desorientadas de niños y adolescentes desarrapados, que viven en situaciones extremas y dramáticas, en vez de ponerse a buscar las soluciones para integrar esas poblaciones marginales a la sociedad y en vez de comenzar ellos por dar el buen ejemplo y dejar de ser el grupo de gánsteres impunes más glamourizados del país.
¿En base a qué se puede esperar que las hordas de carajitos desnutridos, analfabetos y sin perspectivas se comporten como ciudadanos ejemplares, en un país donde se roba desde el Poder Ejecutivo, desde la cúpula de la Iglesia Católica, desde la Justicia y donde la policía y las fuerzas armadas son un manojo de mafias, igual que el Congreso?
¿A partir de qué pretenden que los menores menesterosos cumplan leyes, donde nadie más las cumple y donde las autoridades han determinado que cumplir leyes es para pendejos?
Quienes gobiernan un país y definen y organizan sus leyes, tienen que ponderar esos puntos y tener estrategias para salir de ese atolladero, que no sea la represión -y el el asesinato- de los más vulnerables y la impunidad de los criminales y delincuentes con cuartos y privilegios, como Luis Álvarez Renta o como los propios diputados, por no mencionar los presidentes, ni los jerarcas religiosos, protectores de pederastas y pederastas algunos de ellos mismos, aparte de ladrones.
Esos niños apaleados, machacados, maltratados, lastimados son un cúmulo de adversidades espantosas, que conmoverían el corazón del Diablo. Pero no el del Cardenal.
Sara Pérez
DIARIO DE LA CIGUAPA
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