Si Sara Pérez puede… * (1)
No importa dónde nos conocimos, cómo se llamaba o cuándo empezamos a ofrecer nuestros cuerpos a la fornicación. Poco, que el Boulevard Saint Germain se convirtiera en el camino de mi perdición. Poco, que de una de sus ventanas se viera la Tour Eiffel y de otra la cúpula dorada de Los Inválidos ni que su apartamento estuviera decorado con gusto, que de sus paredes colgaran viejas acuarelas tan japonesas como el futón donde dormía, ya que nunca tuve el tiempo de admirarlos… Pero miento: En su cama nunca se dormía, su cama era el altar de la lujuria.
En su cama me refugiaba de la lluvia y de la nieve, del calor y del frío, de la falta de dinero y de ánimo, de la nostalgia de mi pueblo lejano y de la inhospitalidad de la Ciudad Luz y de la soledad que trataba de paliar caminando cada noche como una sombra por sus calles desiertas, admirando las fachadas majestuosas y esquivando las cagadas de perro.
Asumo que ella también intentaba escapar de quién sabe qué extraña soledad, soledad que no llenaban ni sus vestidos Chanel ni sus carteras Louis Vuitton ni su perfume de Guerlain. Pero me proyecto: Lo que no saciaba nunca era su apetito sexual.
Nunca quiso malgastar el tiempo en muestras de interés de oropel, ni en preludios, ni en copas de champagne, ni en escalas en los cojines de su sala ni en conversaciones de fantasía ni acercamientos en puntillas a la excitación: Íbamos derechitos a aquel futón, a aquel altar al Eros más exigente, al Eros más decadente. Íbamos derechitos a aquel futón a fornicar concienzudamente, a regodearnos en el deleite vicioso de nuestros cuerpos, a romper nuestros propios récords hedonistas.
Pero no cabe hablar de un nosotros. Desde el principio quedó claro que enamorarse no era una opción, que poco le importaba otra cosa que no fuera su placer, ni siquiera el mío, que yo no era más que un instrumento de su pasión, como tantos otros; que, como tantos otros, yo era la víctima, y ella la suma sacerdotisa de ese Baal, del cual su cama era la piedra de sacrificio, en la que le ofrendaba no mi sangre, sino mi sudor, mi semen y mi saliva. Desde el principio quedó claro que las reglas que componían ese contrato oral (y fálico y anal) las definía ella.
Primera regla: Nunca, absolutamente nunca, dormiríamos juntos.
Fui víctima de su sentencia desde nuestro primer encuentro, desde que me botó de su casa esa fría madrugada de febrero, en medio de una tormenta de nieve, de la que mi abrigo de poeta maldito no podía protegerme.
“Coger es cosa banal, pero dormir es algo demasiado íntimo”, me explicó condescendientemente.
Segunda regla: Nunca, absolutamente nunca, llamarla.
La espera era larga. No dejaba sonar mi teléfono más de una vez, anhelando que fuera ella, que me llamara porque la cita de esa noche se había cancelado a última hora o simplemente porque esa noche me tocaba a mí según su calendario o su antojo. Pero nunca era ella cuando lo esperaba. Y siempre cuando no lo hacía. Muchas veces me despertaba, y, somnoliento, tenía que correr a través de aquel callejón oscuro, cercano de mi casa, en el que los drogadictos se drogaban y los amantes se amaban, para atrapar el último metro que pasara por la estación Richard Lenoir.
Cuando tocaba el timbre de la calle, ella no perdía tiempo con un C’est qui? y me abría su puerta. Yo subía las escaleras de dos en dos (porque no podía hacerlo de tres en tres) y cuando llegaba, sofocado, a su buhardilla, encontraba su puerta desierta: Sabía que ya me esperaba, desnuda, en su cama. A su lado, había a veces, una botella de vino blanco, una copa y un minúsculo tarro de beluga, que me brindaba, no como muestra de cortersía, sino como combustible para mi pasión.
Pero con ella no necesitaba afrodisíacos.
¿Por qué me transformaba en sátiro tan sólo al pensar en ella ? No era hermosa, pero tenía, aún, un cuerpo impecable, de estatua adolescente. Su piel tenía la blancura de leche salpicada de algunas gotas de café; sus senos, el tamaño justo de mi sed. Su sexo, nada que lo cubriera. Parecía como si quisiera borrar su condición de flor de la tarde que, a punto de marchitarse, guarda todavía la última frescura y la última fragancia.
El combustible de mi pasión era tal vez su temperamento lascivamente recatado: Su manía de tratarme de Usted aún en la cama ( Aquel Vous baisez bien me volvía loco), su discreción en el combate, que traicionaba el rubor de sus mejillas y sus movimientos caldamente calculados, su costumbre de clavar sus pupilas en el centro de sus párpados entornados, su voluntad de cabalgarme, casi siempre, voluntad que confirmaba mi condición de instrumento; su empeño en no emitir ningún gemido, en no anunciarme a gritos – como lo exigía mi naturaleza morbosa – cada orgasmo, en mantener ese silencio obstinado que, más que pudibundez, reflejaba un placer únicamente centrado en ella, barril de Bourdeaux sin fondo, agujero negro que absorbía sus propios quejidos y resollos, y que atraía también los míos, que nada llenaba y del que nada se escapaba.
Nuestros embates me parecían eternos. En aquellas pira que eran su cama, la brea que me hacía arder era su tímida carencia de escrúpulos, su completa insouciance, la curiosidad con la que a veces exploraba las posibilidades sexuales (remplisez-moi ça). Todo contribuía a unas proezas de las que yo era el primer sorprendido, siendo como soy poco dado a las tareas físicas, incluso para las placenteras.
Los huevos de esturión eran absolutamente innecesarios.
Pero todo lo bueno tiene su fin.
Todo terminó un viernes. Acaso porque la cercanía de la navidad me hacía sentir nostálgico, acaso porque me había tomado dos güisquis en las rocas para paliar mi soledad, tomé el teléfono y la llamé. Lo hice a sabiendas de que violaba una ley fundamental. Para excusarme, acaso para hacerme el gracioso, parafraseando su ma chatte a faim de votre bite, la saludé con un ma bite a soif de votre chatee.
“Violación de contrato. Contrato anulado”, me contestó secamente, antes de cerrar.
Yo me quedé parado, sombrío y sarazo, con el teléfono en una mano y un tercer güisqui en la otra, mientras me repetía la cantinela semanal del amigo Campbell: “Friday night, the loneliest night of the week”.
*Publico este relato erótico envalentonado por los de Sara Pérez.
Pablo Gómez Borbón
Caleidoscopio
Publicado originalmente por el diario Acento