Las mujeres buscamos sexo. Lo hacemos antes, durante y después del matrimonio. Sí, es cierto, nos suele gustar más, mucho más, en un atractivo envoltorio de romanticismo y afecto, pero si no es posible, también nos buscamos atajos.
Así de contundente arranca este post para echar por tierra, de una vez por todas, la idea de algunos hombres acerca de la inapetencia sexual de las mujeres o la noción de que los hombres son promiscuos ‘antropológicos’ y las mujeres, no.
Recuerdo, por caso, que en el reciente espectáculo teatral Terrat Pack, el monólogo de Buenafuente abundaba en bromas sobre el desenfreno masculino frente a la indiferencia femenina, una idea que me pareció francamente obsoleta.
Pienso también en el comentario de un lector del blog que, días atrás, escribió: “una vez la mujer (..) ha alcanzado una relación estable con su compañero masculino, su atracción sexual y sus ganas de mantener sexo con su hombre disminuyen significativamente”. Puede que se le pasen las ganas de hacerlo con el marido, querido Hugo, lo que no significa que esa mujer no se erotice fronteras fuera de la cama que comparte con el señor en cuestión. Necesidades y aburrimientos tenemos todos, hombres y mujeres.
Por no hablar de lo demodé que resultó aquella infausta frase del sonriente presidente chileno Sebastián Piñera: "una dama que dice que sí no es una dama".
Por fortuna, a pesar de ciertas gracias de sexismo decimonónico, el deseo femenino ya no está mal visto en Occidente, aunque la palabra promiscuidad en sí provoque aún cierto escozor (dice de ella la RAE que denota “confusión, mezcla” o la “convivencia con personas de distinto sexo”).
De ahí que la industria del entretenimiento de los puritanos Estados Unidos se atreva a presentar a queribles personajes femeninos que despliegan su erotismo sin tapujos, por amor, terapia o pasatiempo.
Y como muestra valgan los ejemplos de protagonistas de series televisivas a las que, en general, no se juzga por su amplitud de mente (ni de piernas): Penny de The Big Bang theory, Laura de En Terapia, La Trece en House, las chicas de Mad Men, sin contar a las cuatro neoyorkinas que desbrozaron la senda, claro.
Si hablamos del cine de estos días, no hay que buscar más allá del personaje de la becaria y militante demócrata de Los idus de marzo , la formidable película de George Clooney, sobre la pérdida de la inocencia y de los deseos en el mundo de los ideales políticos. Ella, Molly (Evan Rachel Wood), cumple con ilusiones de veinteañera algunas de sus propias ansias y alivia tensiones ajenas, pero se enreda en un bosque fálico de corbatas caras y cinismo.
¿Y si echamos un vistazo a los primeros homínidos, a la historia que se escribió antes que los manuales de prescripciones y castigos (y antes de Hollywood)? Según algunos investigadores, hay varias razones para que la variedad sexual pueda considerarse una herencia “natural” o fruto de la adaptación de la especie a las condiciones de supervivencia.
A partir de la certeza de que durante la larga historia de nuestra evolución la mayoría de los machos buscaron copular con más de una mujer a fin de diseminar sus genes, la antropóloga Helen Fisher sostiene que las hembras también tienen sus razones para variar (de pareja) y que esas razones han dejado marca en nuestro cuerpo.
Su propuesta: “La infidelidad femenina fue probablemente adaptativa en el pasado. Tan adaptativa, en realidad, que dejó su marca en la fisiología femenina. En el momento del orgasmo, los vasos sanguíneos de los genitales masculinos envían la sangre de vuelta a la cavidad del cuerpo, el pene se pone laxo y el acto sexual termina (…) Para la mujer, sin embargo, el placer puede estar en sus inicios. A diferencia de sus compañeros, los genitales femeninos no expelen toda la sangre. Si ella sabe cómo hacerlo, y lo desea, puede alcanzar el clímax una y otra vez”.
Hablamos, por supuesto, del orgasmo múltiple. Fisher comenta que, precisamente, este “alto rendimiento de la hembra humana, en conjunción con datos de otros primates, condujo a la antropóloga Sarah Hrdy a formular la hipótesis novedosa acerca de los comienzos primitivos del adulterio humano femenino”.
Recuperando hábitos de simios hembra que participan en apareamientos no reproductivos con múltiples machos y la única excepción de sus hijos (actividades nada necesarias para concebir) infieren los científicos que el instinto sexual de la hembra chimpancé cumpliría dos “propósitos darwinianos”: aplacar a los machos para que no agredan a los recién nacidos y, a la vez, confundir la paternidad para que cada macho de la comunidad proteja a la criatura.
En palabras de Fisher, en Anatomía del amor: “Hrdy aplica este razonamiento a las mujeres, atribuyendo la gran magnitud de impulso sexual femenino a una táctica evolutiva ancestral –copular con múltiples parejas– para obtener de cada varón la inversión suplementaria de cuidado paternal que impida el infanticidio”.
Otra cosa bien distinta es que las damas, de nuestras tatarabuelas nómadas a nuestras tías contemporáneas, hayan sido discretas a la hora de desear y de “ejecutar”(y todo por no voltear el penúltimo torreón moralista).
Al parecer, cuando unos cuatro millones de años atrás, en África, surgió el apareamiento de a dos para la crianza de los hijos , las hembras “pasaron de la promiscuidad desembozada a las cópulas furtivas, y lograron así el beneficio de mayores recursos y, al tiempo, una mayor variedad de genes” para su prole.
Audaz instinto sexual femenino que la cultura (y las culturas) no han podido taponar y que emerge, cada vez con menos soslayo y prejuicio.
Anne Cé / blog Eros / elpais
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