Qué más se necesita para convencer de que en la República Dominicana los delincuentes actúan como si esto fuera suyo, llevando zozobra a todos porque nadie está a salvo de sus amenazas; quitando vidas, escalando domicilios y negocios, cometiendo asaltos a mano armada. A Moca la desangraron con doce asesinatos callejeros en ocho días. A barrios de Bonao los acorralan atracadores como en jungla de asfalto. Los suburbios de San Cristóbal son de alta peligrosidad. En Santiago, pistoleros matan jóvenes útiles a la sociedad para quitarles celulares, una oleada de delitos que vuelve por sus fueros a causa de la facilidad con que en este país pueden activarse los aparatos sustraídos.
Las patrullas no evitan las frecuentes incursiones de los delincuentes sobre el Gran Santo Domingo. El impacto inicial del 9-1-1 se diluye, por lo menos en lo que inicialmente parecía cohibir un poco a los facinerosos; y las redes sociales revelan dramáticos y sangrientos sucesos en el área urbana captadas por vídeos de particulares. Santo Domingo es observada por una extensa red de cámaras para control instantáneo y de recolección de pruebas que por lo visto no ha traído más seguridad. El jefe de la Policía, impotente, se queja del tratamiento que da la justicia a cientos de delincuentes, a veces imberbes, que deja en libertad. Extrañamente, las estadísticas oficiales tienden a negar la realidad y a llevar a creer que el peligro es menor.
Editorial Hoy
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