Francisco Ulises Espaillat y Juan Bosch pueden ser considerados los presidentes más honestos que ha tenido la República Dominicana, tal vez -no lo sabemos- porque sus mandatos fueron demasiado breves; el primero de cinco meses y el segundo de siete. Pero ambos exhibieron prendas éticas y morales a lo largo de sus vidas.
Otros mandatarios podrán estar en la corta lista de honorables. No los citaré porque le corresponde a los historiadores señalarlos como lo han hecho con Espaillat y Bosch, y como posiblemente lo harán con don Antonio Guzmán, para solo añadir otro nombre.
Un deshonesto no puede encabezar un gobierno honesto. Es imposible. Su “ADN” se lo impedirá. (¿?)
Un presidente honesto no anuncia en su toma de posesión un “borrón y cuenta nueva” para que los corruptos de su partido no terminen en la cárcel y sus bienes incautados como lo ordena la Constitución en su artículo 146.
Un presidente que anuncia la cancelación de sus funcionarios “hasta por el rumor público”, y no lo hace a pesar de los rumores y denuncias de corrupción en todas las dependencias del Estado, no puede autocalificarse campeón de la honestidad.
Un presidente honesto ordenaría al Procurador General de la República investigar todas las denuncias de prevaricación hechas por Participación Ciudadana y otras entidades de la sociedad civil en los últimos 20 años y sometería a la justicia a los responsables, caiga quien caiga.
Un presidente honesto habría hecho valer la promesa de Juan Bosch de que ningún miembro del PLD se haría rico con el dinero del Estado, que no se robaría un peso del dinero del pueblo. (Y todo sabemos que se han robado hasta la esperanza del pueblo)
Un presidente honesto habría cancelado a los funcionarios (más del 70%) que no han hecho su declaración jurada de bienes como manda la ley, ni permitiría que el director de ética de su gobierno cometiera perjurio cuando lo hizo.
Un presidente honesto no permitiría el “barrilito” ni el “cofrecito” de senadores y diputados a través de los cuales reciben cientos de millones de pesos todos los años, acto bochornoso reñido con la ética y la moral.
Un presidente honesto no mantendría las “nominillas” a través de las cuales cerca de 20 mil personas cobran sin trabajar, ni auspiciaría las botellas millonarias que han elevado extraordinariamente el gasto público.
Un presidente honesto no habría impedido que la justicia actúe en el caso de la Oficina Supervisora de Obras del Estado (OISOE) donde una joven y su hermano tenían un poder plenipotenciario y no han sido investigados seriamente por “una orden de arriba”, ni habría reprimido las “cadenas humanas” que exigen justicia.
Un presidente honesto no habría comprado la modificación de la Constitución para beneficio propio, ni pactado con personajes como Félix Bautista entre otros, garantizándoles impunidad en los tribunales.
En un gobierno honesto no quedan sin sanciones ejemplares los verdaderos jefes de la mafia del poder judicial, del Ministerio Público y la Policía, en complicidad con mercenarios del derecho de todos conocidos.
Un presidente honesto no utiliza los recursos del Estado como si fueran suyos fomentando el clientelismo y el transfuguismo, no envilecería compañeros de su propio partido para obtener mayoría en el Comité Central y el Comité Político, ni permitiría que sus funcionarios gastaran fortunas de las instituciones que dirigen para promover candidaturas de amigos y relacionados incluyendo esposas, hijos y amantes.
Un presidente honesto no roba, pero tampoco permite que otros lo hagan en su nombre ni en su gobierno, sin pagar las consecuencias.
Un presidente honesto no hace fraudes, no compra votos, ni vulnera la voluntad popular con los recursos del Estado.
Juan Taveras Hernández (Juan TH)
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