“Oremos por los que participen en la Marcha Verde en Azua para que no les pongan droga ni los atropellen con gases lacrimógenos o tiros”.
No sería justo afirmar que las oraciones que anunció monseñor Antonio Camilo en el tuit que subió a las redes sociales el pasado domingo, bien temprano en la mañana, fue lo que permitió que la marcha verde celebrada en Azua, que no solo recibió el respaldo de los residentes en esa provincia sureña sino de gente que viajó hasta allí desde Baní, Barahona, Bahoruco, San Juan, Jimaní, Santiago y el Distrito Nacional, entre otras demarcaciones, transcurriera sin acciones represivas que lamentar, pues el gobierno todavía no se atreve a tanto aunque deseos de hacerlo no le falten.
Por eso es legítima la preocupación de monseñor Camilo, al igual que la de todos los que en estos días han exteriorizado su alarma por la escalada represiva del gobierno contra el Movimiento Verde, que además de recordarnos tiempos que creíamos superados nos obliga a preguntarnos qué vendrá después.
Y aunque es cierto que esas muestras de intolerancia fortalecen a la Marcha Verde porque alimenta la indignación popular de la que se nutre, también lo es que no se encuentra explicación a la fobia que han desarrollado en el Gobierno contra todo lo verde, a tal punto de caer en la ridiculez de tratar de impedir que ciudadanos vestidos con alguna prenda de ese color participen en actos oficiales o que muestren letreros reclamando el fin de la corrupción y la impunidad.
Ese comportamiento auto incriminatorio, unido al manejo truculento y sesgado del escándalo de sobornos de Odebrecht, han convertido al Gobierno en el principal blanco de las críticas de sus dirigentes y simpatizantes, lo que menos le conviene a un político que, como el presidente Danilo Medina, tiene sus ojos puestos en el 2020 y la reelección. Lo que hace obligatoria la pregunta: ¿tan fuerte es el compromiso con la corrupción y la impunidad?
Claudio Acosta
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