Muchos son los males que agobian los países pobres o en vías de desarrollo, pero podemos afirmar sin temor a equivocarnos que probablemente el denominador común de todos es el populismo.
El populismo no solo fomenta el empoderamiento de líderes mesiánicos, que se erigen en supuestos padres de un pueblo que envilecen, sino que debilita las instituciones del Estado, las que estos gobernantes llegan a controlar completamente a fuerza de dinero y poder, convirtiendo en utopía la separación de poderes del Estado y aniquilando así los debidos contrapesos.
Pero esto no solamente ocurre a lo interno del Estado, sino que se expande a toda la sociedad, una parte de la cual logran anestesiar mediante las dádivas, otra por los privilegios y canonjías, mientras los demás o sufren a sangre fría el deterioro institucional intentando llamar la atención sobre los peligros que enfrenta la Nación, o emigran o prefieren cerrar los ojos y ni enterarse de los riesgos.
El populismo y la corrupción se necesitan el uno al otro para crecer, expandirse y fortalecerse; lo que al estar acompañado de un debilitamiento institucional, hace casi imposible detener el vertiginoso crecimiento de ambos.
Cuando se examina lo que ha ocurrido en las últimas décadas en gran parte de América Latina, debemos llegar a la conclusión de que el populismo sustituyó las ideologías, socavó los partidos de oposición, desmontó los liderazgos de la sociedad civil y convirtió las leyes y las instituciones, en meros instrumentos de propaganda política que justifican supuestos Estados de Derecho.
Muchos se preguntan cómo si nuestro país ha crecido de manera prácticamente continua durante más de una década, si hemos dictado más reformas legislativas y constitucionales que el promedio de muchos países, si hemos quintuplicado el monto del presupuesto general de la Nación, si hemos realizado grandes obras de infraestructura, si hemos creado todo tipo de organismos supuestamente técnicos, autónomos y tribunales especializados, entre otras cosas; seguimos teniendo de los peores índices de competitividad y los niveles de pobreza y la calidad de los servicios que recibe la población tampoco han mejorado.
Y es que el populismo no solo ha hecho que gastemos cada vez más, sino que nos endeudemos cada vez más para gastar, no en actividades que promuevan la generación de riquezas y de empleos, sino en un aparato estatal que no para de crecer en costo y tamaño, sustentado por una red de manejo de medios de comunicación y de silenciamiento de la sociedad.
Esto explica porqué a pesar de la corrupción pública existente y la casi total impunidad, la falta de respeto a la ley y las instituciones, la carencia de mejoras sustanciales en servicios básicos como educación, salud, agua potable, transporte, seguridad; los gobiernos de los últimos 15 años han gozado no solo de altos niveles de popularidad, de ausencia de oposición y de carta abierta para hacer lo que quieran, desde endeudarse escandalosamente, generar preocupantes déficits y crear cuantas obligaciones entiendan convenientes para seguir cargando a los ciudadanos, mientras se abre cada vez más la brecha, entre estos y la súper poderosa casta que los gobierna.
La trampa del populismo nos ha robado ya las instituciones, la democracia, la conciencia ciudadana y nos tiene hipotecado el futuro. Es momento para darnos cuenta de que el populismo no solo puede ser el peor enemigo, sino que también puede ser la peor dictadura.
Marisol Vicens Bello
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