”Vive, Juan Pablo, y gloríate en tu ostracismo”, aconsejaba Juan Isidro Pérez a Juan Pablo Duarte el 25 de diciembre de 1845. A tan poco tiempo de febrero de 1844 ya una horrida estirpe se había enquistado en el Poder. El general Duarte no olvidó la Patria. Al sobrevenir la Anexión a España de 1862 dijo a sus amigos: “Para nosotros no hay reposo sino en la tumba”. Y así fue. Recorría las tierras del destierro evadiendo la amenaza de ser fusilado si regresaba al país. Para dejarlo claro, Santana celebró el primer año de la Independencia fusilando a María Trinidad Sánchez, entre otras. Habían confeccionado la Bandera Nacional, hecho los cartuchos de las armas.
La de Juan Pablo Duarte es una vida valerosa pero de lóbregos azares. Víctima de las componendas que la ambición inoculó entre los febreristas desde los primeros días de 1844. Hasta su muerte en 1876, permaneció en el exilio: 19 años apenas interrumpidos por los escasos días que estuvo en el país en 1864, a raíz del triunfo restaurador, trayendo armas, dineros y gente al gobierno. Desde que en 186 2supo de la Anexión, se integró a la revolución restauradora. La envidia y competencias le cerraron el paso.
Duarte, previsor, rentó a José S. Faneyte, la goleta holandesa “Gold Monster” sólo por cuatro días. Así consta en los “Apuntes” de Rosa Duarte. Era demasiado sagaz el General. Ya conocía bien a sus compatriotas. Efectivamente, el 14 de abril de 1864, el gobierno de José Antonio Salcedo, a través de su vicepresidente Francisco Ulises Espaillat, resolvió “encomendándole a la República de Venezuela” en una “misión diplomática”. Duarte era demasiado peligroso para un poder emanado de las armas.
De 1845 a 1860 sus días en Venezuela son grises. Pero lo de su pobreza debe ser reconsiderado ya que al necesitarlo, obtuvo la forma y canales para acceder al presidente de Venezuela, Juan Crisóstomo Falcón. Se reunieron el 16 de enero de 1864. Es probable que desde 1845 ejerciera la marina y el comercio, pudiendo acumular fortuna en Venezuela y, también, que nuevamente las haya aportado a la causa dominicana. Es un capítulo con muchos párrafos pendientes. Esa participación le hizo meritorio a los ojos de los nuevos gobernantes.
Y, también, lo perfiló como una competencia difícil, espinosa. Los “Apuntes” de Rosa Duarte no refieren pobreza en la familia Duarte entre 1845 y 1866. Después de la muerte de Duarte, sí. Dos años después debían el entierro.
Fue el 19 de febrero de 1875 cuando el Presidente de la restaurada República Dominicana, Ignacio María González, fechó la carta invitando a Duarte a regresar al país, “a prestarle el contingente de sus importantes conocimientos y el sello honroso de su presencia”. Le explicaba que “la situación del país es por demás satisfactoria”. Lo invitaba a regresar “al seno de las numerosas afecciones” que tenía en el suelo nacional. Duarte esperaba esa carta, anhelante, desde 1865. Resarcir su honor. Cuando la recibió no la abrió. Rosa Duarte la encontró bajo la almohada del cuerpo ya inerte de Duarte, año y medio después: el 14 de julio de 1876. Al mes, las hermanas del patricio, Rosa y Francisca Duarte, recibían la excusa del Presidente: su atención se encontraba “preocupada” “por la conmoción interior que tiene en armas todo el país”. ¡Otra vez las luchas intestinas! Nacían los signos de la Segunda República. “El torbellino de las revueltas ha absorbido todos mis cuidados”, explicaba. En esas circunstancias recibió “la triste nueva de que ha muerto el prócer de la Independencia, general Juan Pablo Duarte”.
Quiero sostener la hipótesis —no me importa si resulta cierta o no— de que Duarte, de desaliento, se echó a morir un día. Sostengo que ante el espectáculo triste de los “malos dominicanos” y del mal agradecimiento, un día, sin que en los documentos de Rosa Duarte (al menos hasta donde nos es conocido) mediaran noticias de recaída, el patricio se recostó a morir quizás de vergu¨enza y desaliento.
Pero los días que median entre su muerte y 1860 son los de un renovado y enérgico espíritu patriótico. Eso se ha dicho poco. Y de resignación ante las promesas incumplidas por los liderzuelos erigidos con el poder en la naciente República a base de armas y asesinatos.
Juan Pablo no reparó en eso. Sin miramientos, en contra de su economía, volvió a empeñar sus recursos, a usar sus contactos en Venezuela, a acceder hasta el despacho presidencial de ese país para lograr su favor para nuestra lucha restauradora. Desconcertado, también cedió eso. Al General el gobierno le puso un jefe. ¡Una humillación! Las comunicaciones entre los líderes restauradores, especialmente Juan Isidro Pérez, el historiador José Gabriel García, Rodríguez Objío, el padre Meriño, junto al regreso de Vicente Celestino Duarte, a integrarse al ejército de Luperón, en Puerto Plata, ilustran la dimensión del compromiso liberador de los Duarte y, especialmente, el de Juan Pablo. Esto ha sido subestimado por nuestra historiografía.
Se lamenta que Duarte muriera pobre. Debemos decir que vivió agenciando recursos y siendo centro de estímulo y soporte moral y económico a favor de quienes lo traicionaron.
Ocurría desde 1845. Su inicio lo confirma la comunicación de Juan Isidro Pérez del 25 de septiembre: “Mi estada, en Curazao, no tenía otro objeto que observar la marcha de la revolución (...) Sufro sin embargo, amigo; porque después de haber perdido la juventud en nuestro país, me desespero por tener casa y demás medios para poder subsistir en la expatriación”.
Si eso no es decir “Duarte, ayúdame”, no sé cómo se diría.
Era lo de rigor. La supervivencia digna. Es de suponer que también era la prioridad de los Duarte. Revela un vínculo esencial entre los trinitarios.
Esto lo reitera Félix María del Monte en 1865: “¿Qué es la amistad sino el amor reposando en el seno materno de la esperanza”? Duarte murió pobre porque nunca dejó de hacer lo de siempre: entregar todos sus recursos y bienes, incluso los producidos en Venezuela durante su destierro, y sus fuerzas para contribuir en armas y dinero a la libertad de la patria. No se sumó a luchas intestinas. Enfrentó a Santana sólo cuando osó enterrar la independencia.
Siempre, sin embargo, recibió como paga la traición.
Acierta el general Lajara Solá cuando en un artículo publicado el pasado 21 en este diario advirtió que hay juicios históricos pendientes al liderazgo restaurador respecto a la figura de Juan Pablo Duarte.
Es pírrico que, ante el abandono que su muerte y la de su hermano Vicente Celestino, desaparecido de la historia sin dejar rastro, dejaron a sus hermanas, el gobierno del presidente Ulises Francisco Espaillat optara por asignarle la suma de 4 mil pesos de entonces y una pensión de 55 pesos mensuales.
¡La manera más tacaña de querer congraciarse con la historia y la grandeza! Las hermanas no quisieron regresar al país. ¿Quién regresaría? Las almas civilizadas y golpeadas por la adversidad desencadenada hacia todos lados por los espíritus pequeños, entendieron sobradamente la calaña de antihéroes que se había orquestado alrededor de la silla de la República. Y eso, todavía perdura...
¿o no?
Ignacio Nova
ignnova1@yahoo.com
Listín Diario
Pintura Juan Pablo Duarte: Miguel Núñez