Numerosos artículos míos publicados en esta columna han intentado describir las diferencias que el fenómeno de la corrupción ha adoptado en nuestros días. La corrupción es una falla sistémica de la forma como los líderes históricos han organizado la sociedad dominicana. Se puede decir que entre nosotros las cosas ocurren de tal manera que ser corrupto es como lógico, natural y hasta tolerable. El Estado está ahí para arrancarle las muelas. Entrarle a saco a la riqueza social amparado en la concepción patrimonial del Estado se advierte como lo previsible, lo inexorable.
Verdaderamente asombra que las organizaciones políticas, los poderes fácticos, y el conjunto de las relaciones de fuerza de la sociedad no se estremezcan ante una visión tan aldeana del Estado en pleno siglo XXI, porque esa ideología conchoprimesca subsiste íntegra todavía; y un Presidente es un pequeño Zar que dispone del erario a su antojo, y un partido triunfador es una maquinaria implacable de robo de la riqueza pública, y un maldito ladrón es tan solo un “compañerito en apuros” hacia el cual concurrirán todos los mecanismos de la impunidad para protegerlo. Porque la corrupción es un sistema.
Lo verdaderamente constante en la historia dominicana es verificar la corrupción como una práctica común en la accidentada trayectoria de la vida republicana. Ha sido todo un sistema en el cual desde el Estado se entreteje una amplia red de pequeñas y grandes complicidades. Obtener el poder político ha sido sinónimo de enriquecimiento. Eso se ve como un desprendimiento lógico. Toda la movilidad social dominicana de la primera y la segunda república descansaba en las confrontaciones de los grupos políticos, que perseguían el usufructo del poder armados de la ideología patrimonialista del Estado.
Trujillo hegemonizó en forma absoluta la vida nacional porque la nación entera giraba alrededor de la estrategia de enriquecimiento personal del dictador y su grupo familiar. El poder y la riqueza de Trujillo eran proporcionales a la capacidad de producción y riqueza del país entero, y su figura llenaba esos signos de la dicha como si brotaran exclusivamente de su ser. Es esa perversidad de la historia la que reproduce una y otra vez la corrupción en nuestro país.
Después de la caída de la dictadura, con la siempre honrosa excepción del gobierno de Juan Bosch (¡Juan Bosch, dije, no PRD ni PLD!), todos los partidos que han gobernado han practicado la corrupción empinándose en la concepción patrimonial del Estado; pero el fenómeno actual de la corrupción obliga a replantearse las relaciones de fuerza en el país, porque alcanza ya dentro del Estado mismo al nivel corporativo. El modelo OISOE es un modelo de corrupción corporativa. Implica la participación de varias instituciones del Estado, y trasiega grandes cantidades de dinero por los canales administrativos de una a otra institución. Para lograr eso hay que contar con el poder. Si un ingeniero caía en esa red mafiosa inexorablemente terminaba desplumado. A veces ni siquiera tenía tiempo de saber cuál era la mano muerta que lo estrangulaba. Por ejemplo, el mismo día del suicidio del arquitecto David Rodríguez García el Ministerio de Educación informó que le había emitido un cheque de seis millones. Pero la cuenta del arquitecto Rodríguez estaba en cero. El sistema de corrupción corporativa tenía el poder de desviar hacia las cuentas de los “acreedores” las asignaciones de pago de las cubicaciones que hacía el Ministerio de Educación. Un verdadero sistema, un método de extorsión infalible que ha manejado más de mil quinientos (1,500) millones de pesos.
¿Por qué la sociedad está petrificada ante el desborde de la corrupción del gobierno actual, y se ve impotente, cercada, intimidada por la indetenible espiral de los hechos dolosos? Porque el modelo OISOE es una práctica generalizada, y la impunidad se ha desplegado con un nivel de efectividad tan sonoro que la sociedad se ha transformado en un gigantesco escenario de simulación y violencia. Si pudiéramos palpar todo lo que está ocurriendo en las instituciones públicas, nos daríamos cuenta de la dimensión casi absoluta del desplome de los valores. La cultura de la corrupción es ahora hegemónica. La construcción de los paradigmas sociales la ha legitimado. Es en la interactuación social donde se gestan el valor y las dimensiones valorativas de la realidad. Y nuestra realidad es el reino de los corruptos.
Andrés Luciano Mateo
Hoy
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