En el lenguaje coloquial, registra el DRAE, magín deriva de imaginación y la equivale. De la Antigua Roma proviene imago, que en sus orígenes designaba la máscara de cera mortuoria con la que los cadáveres eran expuestos en el Foro; en latín, su acepción es imagen.
Puede una suponer que la creación de una imagen obliga al despliegue de la imaginación. Pero no siempre es así. Factores muchos y diversos pueden erigir murallas entre magín e imago en lugar de tender puentes. La primera puede ser anoréxica; la segunda, bulímica. Es decir, la imaginación no come y la imagen se atraganta. Al final, ambas están terriblemente enfermas, pero por distintos motivos.
Puestos a construir una imagen –o a contemplar su creación—, podemos llevarnos el susto de que los materiales resulten insuficientes y para los pies lo único disponible sea barro; como sucedía con la estatua monumental soñada por Nabucodonosor, el derrumbe será inevitable. El barro no podrá resistir el peso de las aleaciones provenientes de tantas y disímiles canteras del mundo entero. La creación puede tener también un punto débil en el talón, como en el mito de Aquiles, y no resistir la más leve herida. Por los efectos predecibles de tener los pies de barro o un punto vulnerable en el talón, la imagen construida no será, como puede estar obsesivamente persiguiendo su creador, la del Imago Dei (latinajo aprendido de pasada) que sirve a la teología cristiana para hablar del hombre como imagen de Dios, sino la máscara de cera que por mucho que conserve en el tiempo los rasgos de su molde no podrá ser otra cosa que la imago de un cadáver.
Magín, ya está dicho, es imaginación. Es vida. No huele a los crisantemos poetizados por Brel. Convoca a la fiesta del espíritu creador capaz de transformar lo irreal en real, y viceversa. Ya lo sentenció Machado: “Se miente más de la cuenta/ por falta de fantasía: / también la verdad se inventa”.
A quien le sirva el traje, que se lo ponga.
Margarita Cordero
LA OPINIÓN DE LA DIRECTORA
7dias
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