Escúchelo bien quien tenga que oír, pues está bueno de encubrir; la verdad nos está abofeteando: esto no va bien. El enfermo ya se enteró de su condición mortecina y le apremia vociferar su dolor. En su grito, quiere vaciar el alma sin contención; déjenlo vomitar.
La sociedad dominicana está mortalmente enferma. Que alguien me diga, sin avergonzar a la verdad: ¿Qué carajo funciona bien, fuera de los negocios del poder? Veo a gente turbada e insegura para decidir su futuro en un país que a duras penas vive su presente y ni hablar de la desbandada del talento a otros destinos detrás de la oportunidad negada o usurpada por la mediocridad política.
El dominicano ha perdido la sonrisa; en su lugar, asoman sombras paranoicas: gente arrinconada por el miedo de hablar, caminar, salir, ¡vivir! La desesperanza se enseñorea a sus anchas espantando los sueños legítimos de un porvenir al menos posible. La vida ha perdido valor, dignidad y realización mientras el futuro se despedaza a nuestros pies.
No admito esta “normalidad”. No me convencerán de que andamos bien según la “racionalidad” del conformismo acomodado, esa que acepta como dialéctica la descomposición y como “estándar” nuestra condición. No es normal que un policía inspire el mismo miedo que un delincuente, que un hospital sea el lugar más seguro para morir, que no haya un espacio digno y confiable para caminar, que las bancas de apuestas superen en un múltiplo de mil a las escuelas, que cuatro mil personas mueran cada año en accidentes de tránsito por falta de controles preventivos, que las disputas por posiciones electorales se diriman a puros balazos, que un senador gane el sueldo de treinta policías y un diputado el de veinte enfermeras, que el gobierno gaste más de diez mil millones de pesos en publicidad mientras casi novecientos mil dominicanos vivan con menos de un dólar por día y que la “revolución” populista del gobierno se sustente con deuda pública.
Sé que hay realidades estructurales históricamente amontonadas; deformaciones y vicios culturales que no se resuelven de la noche a la mañana, pero lo que no es “estructural” es que tres funcionarios con un salario de algo menos de cuatro mil dólares hayan manejado por cuenta personal o de vinculados fondos públicos por más de 500 millones de dólares sin consecuencias, que un expresidente sostenga la fundación más acaudalada del país sin nunca rendir cuentas sobre el origen, manejo y flujo de sus fondos, que la población no tenga derecho a oír de labios de su presidente una sola palabra sobre cómo operó la cuenta de su campaña en medio de un escándalo judicial internacional que ha sacudido gobiernos y ha activado investigaciones en todos los países donde operaba la red mientras el procurador dominicano combate a capa y espada la corrupción en una “federación de fútbol”.
No me sumaré a la retórica de las buenas maneras ni al optimismo progresista de los intelectuales para referirme al desorden que vivimos. Es ridículo perfumarse en una pocilga. La sociedad no solo está ávida de nuevas actitudes, sino de un lenguaje menos flemático, neutral y eufemístico. ¡Al carajo con la diplomacia! En el mundo hay un desprecio por los estilos “políticamente correctos”, por la decencia verbal pálida y medrosa que le tira sábanas al cadáver. Y es que el lenguaje convencionalmente aceptado perdió eficacia para contener realidades tan desbordantes y fuerza expresiva para describirlas convincentemente.
La gente demanda franqueza, sinceridad y lealtad en el discurso. Hay una repulsión fóbica a la demagogia. El lenguaje políticamente correcto, además de atenuar o anular las posibles ofensas sociales implícitas en el lenguaje ordinario, pretende, en sociedades domesticadas, desdibujar la realidad a través del tamiz de los poderes fácticos, dueños de “la verdad”, las tribunas y de los medios. Su doblez ha sido descubierta; su falsedad, socavada. Abraham Lincoln dijo: “Se puede engañar a parte del pueblo parte del tiempo, pero no se puede engañar a todo el pueblo todo el tiempo”.
Dejemos el lenguaje formal, correcto y comedido para los prudentes. Esos que ven al país como los rendimientos de sus títulos en la bolsa; los que creen que la vida dominicana respira el mismo confort de sus villas, los que reciben los jugosos contratos del Estado en todos los gobiernos y tratan a los funcionarios como sus peones, los que compiten, como dilección, con los nuevos modelos de jets o helicópteros y los que tienen al Estado como garante de sus oligopolios. Prefiero mi histerismo apocalíptico y mis enconos al viento que su barata complicidad con el poder corrompido. ¡Me defeco con pujos y ganas en su maldita prudencia!
José Luis Taveras
Acento
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