A pesar de su impreciso origen, el vocablo zombi encarna un mito. Representa a un cadáver reanimado que no puede recuperar de forma plena sus funciones vitales. En las creencias animistas africanas, de donde deriva remotamente el término, el zombi es un muerto regresado a la vida pero sin alma. En el imaginario mágico-religioso vudú, es un muerto resucitado a través de los poderes mágicos de un bokor (hechicero) para tenerlo como esclavo.
Las elites dominantes han contado con una sociedad zombi rendida ancestralmente a sus mágicos designios. En sus fantasías místicas se prefiguran como unos houngan (sacerdotes) del vudú en pleno trance posesivo a quienes ningún aldeano puede tocar, mucho menos disputar sus imposiciones. En esa lógica torcida del poder los líderes del PLD y sus gobiernos han fortificado todo un imperio de domesticación tribal que envuelve los elementos más diversos del rito hechicero, tales como subsidios sociales, subasta de cuotas de poder, compra de opinión y votos, marketing de dominación, negocios y contratos públicos, control de medios, entre otros.
El caso Odebrecht ha afirmado, a modesta escala, la valoración que tienen el Gobierno y el PLD de la inteligencia social. Se acostumbraron tanto a la sumisión de sus gobernados que no guardan ningún reproche para justificar sus desmanes. Y hay que ver cómo lucen en sus expresiones: convencidos de sus propias patrañas y confiados de que gobiernan a un colectivo de descerebrados que como zombis dan tumbos sobre sus babas animados por los instintos. Veamos.
Odebrecht declara que el esquema único utilizado en toda la red de sobornos era a través de agentes influyentes o funcionarios del Estado, menos aquí, según las bocinas del Gobierno, donde prevalece un sistema de control tan cerrado y severo que obligó a la empresa a hacer pagos por servicios de representación y consulta a un empresario de probada moral como don Ángel Rondón, en vez de recurrir a los abominables sobornos como hizo en aquellos países sin fortaleza institucional.
Odebrecht confiesa que dentro de su estructura corporativa operaba un departamento para el pago de coimas y financiar candidatos a la presidencia bien posicionados, sufragando sus campañas con dinero o a través de los servicios del estratega Joao Santana, a quien le cubría sus honorarios. Sucede que, por un evento absolutamente fortuito, ese mismo señor dirigió las campañas de Danilo Medina en el 2012 y el 2016, sin embargo aquí sucedieron cosas distintas sobre el mismo hecho: según el presidente, su campaña la financió el pueblo, cuestión que parece dudar el secretario general de su partido, Reinaldo Pared, al admitir que por haber recibido aportes de Odebrecht el presidente no hizo nada ilegal, como si desconociera el contexto de esos pagos; por su parte, los miembros del poderoso Comité Político, asustadizos y evasivos, alegan ignorar el hecho. Presumir, como inferencia lógica de estas circunstancias, que Danilo Medina fue un beneficiario más de esas contribuciones es una herejía que merece la horca, si no, pregúnteselo al CONEP.
Mientras en la mayoría de los países donde se han activado acciones judiciales en contra de Odebrecht, esa empresa ha sido inhabilitada para continuar sus operaciones o ha sido objeto de medidas sancionadoras preventivas o definitivas, en la República Dominicana el mismo procurador festina un acuerdo secreto con la empresa para descargarla penalmente y levantarle la efímera suspensión que tenía, sin importar que el acuerdo concertado clandestinamente no tiene aún fuerza vinculante ni carácter definitivo.
Mientras todo eso sucede, un presidente impoluto, honesto y humilde les pide a sus súbditos que le busquen pruebas de haber aceptado pagos o aportes de Odebrecht en su contra porque en el país de zombis el aldeano soporta el fardo de la prueba, y no el funcionario, y el pueblo es quien investiga o acusa, y no el ministerio público.
Lo mágico de esta leyenda es que el mismo presidente que emerge como ángel de luz de ese fétido pantano es quien elige prêt-à-porter a una comisión de iluminados para que interpreten la Sinfonía número 9 ”Coral” de Beethoven a sus zombis para sumirlos a un letargo invernal en la cálida madriguera de Punta Catalina. Lo aterrador es que los zombis andan hambrientos y poseídos por espíritus depredadores; el olor de la sangre les tiene frenéticos y con apetitos viscerales de despedazar carne corrupta. Me permito sugerirle al presidente que, para poder domar las fuerzas ciegas de esos seres, vea con sus asesores este catálogo de dramas: La noche de los muertos vivientes (1968), George Romero; El despertar de los muertos (2004), Edgar Wright; Zombieland (Tierra de Zombis) (2009), Ruben Fleisher, y Dawn of the Dead (El amanecer de los muertos vivientes) (1978), George Romero.
José Luis Taveras
Letras Libres
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