El presidente de Estados Unidos solo confía en sus “pulsiones” sicopáticas y en los que adulan sus modos insultantes y engañosos. Sus políticas proteccionistas y el rechazo a la globalización llevarán al país a la decadencia como “primera potencia”
La política como gobierno del espacio público que compartimos está atrapada entre la arrogancia tecnocrática y la osadía de la ignorancia. Entre los “brillantes” posgraduados que creen que la complejidad de los problemas sociales se resuelve con algoritmos infalibles de laboratorio; y los necios, los que no saben, pero no saben que no saben y ofrecen respuestas arbitristas que simplifican y distorsionan la realidad.
Ni unos ni otros dudan cuando incursionan en el espacio público, como portadores de la “verdad” o de la “posverdad”. Y aunque mi reflexión hoy está dedicada a los segundos, no deja de preocuparme la arrogancia distante de estos supuestos sabios que nunca explican sus errores, porque para ellos es la realidad la que falla.
El necio puro (ne scio) es bastante inofensivo, incluso positivo cuando sabe que no sabe y busca apoyo para cubrir su ignorancia. El necio peligroso es el que tiene poder sobre los demás y, como no reconoce su ignorancia, menosprecia la opinión de los otros. Trata de imponer su “posverdad” simplificadora, se busca enemigos como responsables de la realidad que se inventa, aunque aproveche algunos elementos de la verdad y los miedos que esta genera siempre.
Los muros más peligrosos de Trump están ya construidos y petrificados en su cabeza. Son los que más deberían preocupar en Estados Unidos, en México o Latinoamérica, en la Unión Europea y en el resto del mundo, porque este personaje está al frente de la “todavía” primera potencia del globo. En su mente nunca hubo un proyecto para gobernar la diversidad que hace fuerte a su país. Nada parecido a un programa de gobierno en su campaña y, menos aún, en su discurso de investidura. Porque este señor solo confía en sus “pulsiones” sicopáticas y en los que adulan sus modos insultantes y engañosos.
Si cualquier mandatario del mundo hubiera descrito la “realidad” americana como lo hizo Trump en su discurso de toma de posesión, lo habríamos descalificado como sectario y fanático cargado de odio hacia Estados Unidos. Merece la pena analizar esa “oratoria” digna de un autócrata que se siente por encima de las instituciones, que desprecia a su propio pueblo, que busca enemigos y culpables en los que no son como él, sean inmigrantes, mujeres o minorías de cualquier tipo. En esa pieza inaugural se comprenden qué tipo de muros anidan en su cabeza y orientan sus abundantes decretos presidenciales o sus constantes tuits.
Habría que esperar que una parte de los “apaciguadores” que afirmaban (todavía quedan muchos) que no haría lo que proponía en su campaña o en sus muchas medidas de estas semanas de ejercicio efectivo de la presidencia estuvieran ya apercibidos de lo que se propone. Porque demuestra una audaz ignorancia de la realidad interna y externa sobre la que trata de proyectar su poder.
También es lógico esperar que sus imitadores se crezcan y multipliquen complicando la gobernanza de la democracia representativa, la única que ampara nuestras libertades, en los espacios del mundo en que existe. Y poco importa que se presenten bajo el paraguas, más supuesto que real, de ideologías de izquierdas o de derechas. Lo que los une, o los junta en “manada”, es su posición etimológicamente reaccionaria ante el vértigo de los cambios inducidos por la revolución tecnológica y su aprovechamiento fraudulento de miedos comprensibles en conjuntos sociales sensibles.
Porque estamos viviendo una transformación a nivel global que, como lo fuera la Revolución Industrial, no es reversible, que genera una interdependencia creciente, que cuestiona al Estado nación como ámbito de realización de la soberanía, de la democracia o de la identidad. La diferencia con la Revolución Industrial es la vertiginosa velocidad de la implantación de la actual.
Los reaccionarios aprovechan el miedo al cambio, cierran fronteras, rechazan al otro, al que es diferente, se atrincheran en el nacionalismo sin memoria de la destrucción que provocó en el siglo XX. Vuelven al proteccionismo y las guerras comerciales. Una revuelta contra la revolución tecnológica que utiliza los medios de esta para negarla y enfrentar a la defensiva sus consecuencias.
Pero hay algo detrás del triunfo electoral de personajes como Trump que revela la necesidad de introducir elementos de gobernanza en la globalización, para hacerla más previsible y, sobre todo, para hacerla más justa en la redistribución, para replantearse el modo y tiempo de trabajo disponibles. La función de la política progresista no es rechazar o negar el cambio tecnológico, ni instrumentalizar los miedos que genera para replegar a nuestras sociedades en busca de “utopías regresivas”, sino prepararnos para enfrentar ese cambio aprovechando lo que ofrece de bueno y minimizando los riesgos que comporta para no dejar a nadie en la cuneta.
La primera sociedad que va a pagar el precio de los muros mentales de Trump es la americana. La buena noticia es que esta sociedad está reaccionando inmediatamente, movilizándose para combatir desde dentro las pulsiones reaccionarias y discriminatorias instaladas desde el 20 de enero en la Casa Blanca. Son conscientes de que estas políticas niegan la diversidad de la propia sociedad americana, la que le da complejidad pero también fortaleza. Son conscientes de que EE UU es una sociedad de minorías entrelazadas en las que la imposición de una de ellas sobre otras los lleva a una nueva “caza de brujas”, al aumento de los delitos de odio contra el que ven como diferente y, por eso, culpables. Son conscientes de que están en peligro derechos civiles dolorosamente conseguidos. Una sociedad construida por y desde la inmigración que no puede satanizarla.
Tal vez no sepan, todavía, los efectos económicos y sociales de estas políticas aislacionistas y amenazantes. En la mente amurallada de Trump no entra la comprensión de lo que es una empresa global y Estados Unidos tiene las principales empresas globales del mundo. Son empresas que producen en el mundo, buscando economizar costes y buscando talento allá donde lo encuentran. Son empresas que venden en el mundo y prefieren un comercio abierto. Claro que la obligación de la política es limitar los abusos con marcos regulatorios razonables, pero no cerrar las fronteras y provocar guerras comerciales.
Como no es posible ser una potencia global sin empresas globales, en la era Trump Estados Unidos iniciará su decadencia como “primera potencia”. No puede esperar que sus empresas produzcan en EE UU, que los americanos consuman lo que allí se produce y que los demás países sigan consumiendo lo que venden sus empresas globales.
¿Cómo va a combinar política de aranceles altos y desplazamientos de producción mucho más costosos a Estados Unidos sin encarecer los precios para el consumidor americano y empobrecerlo en la práctica? ¿Cómo bajará los impuestos y aumentará el gasto (infraestructuras y defensa) sin desequilibrar las cuentas públicas? Seguramente pensará que él mismo puede servir de ejemplo evadiendo impuestos. Claro que eliminará gastos sociales (en salud y en otros rubros), rompiendo todos los resortes de la cohesión social.
La democracia no garantiza el buen gobierno, pero nos permite cambiar al que lo hace mal. Por eso, a la larga, es siempre mejor. ¡Mantengamos la esperanza!
Felipe González Márquez
Expresidente de España
El País