Mi socio el Papa, y la corrupción
Este país es una conga encojonada. Si le aplico a los acontecimientos el rasero de la razón cartesiana (ése orgullo del pensamiento en la cultura occidental), la razón salta en pedazos, hecha añicos. ¡Aquí no hay razón que valga! Ningún resplandor de las palabras ilumina la verdad.
Y es por eso que me he entusiasmado con el discurso del Papa, un tipo extraño que se viste igual que los otros Papas que parecían postalitas, pero que habla diferente; y ha dado a sus productos espirituales un signo de refugio inconmovible. Me parece un socio, un cófrade, un pana, un tíguere bimbín que ha emergido de la región del profundo silencio.
El fuete ardiente de mi socio el Papa Francisco debió haber tronado en el cielo dominicano, cuando en la homilía de la Casa Santa Marta, en Roma y a las siete de la mañana, habló de la corrupción. “Quien roba al Estado y dona a la iglesia es un hipócrita corrupto”- dijo, ardiendo en una pasión justiciera. Y luego se extasió, buscando esa dicotomía trágica de los perversos que saquean el erario y fingen ser, al mismo tiempo, benefactores y filántropos.
"Meto la mano en mi bolsillo y hago donativos a la Iglesia”- enunció, enarcando las cejas-. Y luego hizo chistar el látigo: “Pero con la otra mano roba al Estado o a los pobres…!roba!”. El énfasis en el verbo robar es más que un discurso estilístico, porque engalana un costado de la corrupción en el cual el corrupto nunca se cree estar.
Yo sentí, por momentos, que ese discurso se inspiraba en la realidad dominicana, porque una de nuestras desgracias es no entender que la corrupción es una negación de derechos, y que nos atañe a todos desterrar la falsa ideología de verla como algo “natural”.
Pero mi socio Francisco cruza otra raya. Entre el pecador y el corrupto hay un abismo insalvable. La gracia divina perdona al pecador, porque “pecadores lo somos todos”, en cambio, “no podemos ser corruptos”. El corrupto “intenta engañar, y donde hay engaño no está el espíritu de Dios. Esta es la diferencia entre el pecador y el corrupto”- exclama desde el púlpito mi socio el Papa-.
Sin apelación, como un rayo flamígero que dimana del cielo, el destino del corrupto está sobredeterminado en la palabra de Cristo: “Lo dice Jesús, no lo digo yo”-afirma, antes de evacuar el veredicto. “Que le aten al cuello una rueda de molino y lo echen al mar. Jesús no habló de perdón aquí” – concluye, fatigado, extenuado, porque, aunque la exégesis bíblica viene del pasado, el presente ardiente de muchos pueblos miserables saqueados por sus corruptos le ha enrojecido las mejillas.
No es ira, es pasión de justicia. A fin de cuentas Francisco es latinoamericano, y las historias trashumantes de nuestros pueblos tienen símbolos de la corrupción que encarnan paradigmas universales.
Este país es una conga encojonada. ¿Acaso Francisco, mi socio, el Papa; no habló también para nosotros? ¿No ha ido la corrupción dominicana desplegándose poco a poco, incorporándose al vivir como algo natural, tejiéndose en una red de pequeñas y grandes complicidades de carácter político? ¿No abundan aquí los “filántropos” cuya “obra humanitario” se nutre del despojo de la riqueza social? ¿Cuántas ruedas de molinos serían suficientes para arrojar al mar a tantos corruptos que en el mundo dominicano han sido? ¡Oh, Dios!
Este Papa me parece un socio, un cófrade, un pana, un tíguere bimbín que ha emergido de la región del profundo silencio. Y Dios quiera que siga con su látigo, que brame como un volcán inhóspito, que fustigue la crápula indolente que esquilma a nuestros pobres pueblos, y que no tolere la reacción tardía del perdón, la hipocresía del desparpajo, la penosa esclavitud de sus cómplices.
¡Contra el corrupto, Santo Padre, aunque lo demanden! Y no lo digo en broma, éste país es una conga encojonada, René Descartes jamás ha habitado ésta isla, y podrían demandarlo.
Andrés Luciano Mateo
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