Si toda esa energía que han desplegado hombres de iglesia en las últimas semanas para que se penalice con cárcel a toda mujer o médico que interrumpa un aborto aún en peligro de muerte de la madre, se invirtiera para promover realmente la vida de los dominicanos más vulnerables y desprotegidos, estaríamos ante una verdadera cruzada de amor. Y digo hombres conscientemente, porque las mujeres de las iglesias están en este debate como las han mantenido siempre, a medias, casi escondidas, como ciudadanas de segunda categoría, sometidas al sabio magisterio masculino.
Es que las iglesias, relevantemente las del mundo islámico y católico, no han podido trascender la concepción y cultura machista primitiva de la subordinación de la mujer, justificada apenas como receptáculo del desahogo sexual para la concepción y preservación de la especie. Ese es su penoso destino, El vergonzoso sexo sólo se justifica para la procreación, y si el hijo de Dios habría de venir al mundo, tuvo que nacer de una virgen, incontaminado. Quiso ser uno más entre los humanos y padecer y morir por las vilezas de los hombres, pero de ninguna forma igualarse en el pecaminoso origen de la vida.
Es comprensible que muchos no hayan podido liberarse de los atavismos culturales milenarios. Pero penoso que no comprendan que su cruzada solo sirve para reafirmar la profunda desigualdad que sufren la mayoría de las mujeres dominicanas, en una de las sociedades más inequitativas del continente, líder en crecimiento excluyente, como certifican todos los estudios, desde las Naciones Unidas al Banco Mundial.
Podrían concentrar su atención en predicarle la abstención absoluta del aborto a sus propias feligreses, sin intentar imponérselo a toda la sociedad, porque deberían saber que creyentes y no creyentes apelan por decenas de miles cada año a interrumpir el embarazo, de manera muy desigual: las de clases medias y altas con asistencia de primera en consultorios y clínicas, en el país y en el extranjero, porque hasta en el vecindario esa práctica está despenalizada; pero la mayoría, las mujeres pobres y cuasi pobres, tiene que acudir a los curanderos y automedicación para llegar a los hospitales desangrándose y obligar a una atención que de lo contrario se les negaría en aras de la ley.
Podemos apostar que el cien por ciento de las mujeres no quieren tener que abortar, y en la mayoría de los casos, son víctimas de embarazos no deseados o inconvenientes, por ignorancia; porque iglesias poderosas impiden que se imparta educación sexual en las escuelas, a lo que se pliegan por simple oportunismo la mayoría de los agentes políticos; porque además impiden que el Estado les facilite anticonceptivos, los que todavía no se pueden vender en la red de farmacias estatales.
Se embarazan a destiempo, somos líderes también en embarazos de niñas y adolescentes, por violación e incesto incentivados por las condiciones de hacinamiento en que viven, por su extrema vulnerabilidad y dependencia de los arrebatos machistas.
Todos esos religiosos deberían empeñar sus energías en luchar por la vida de mujeres, niños y niñas pobres, para eliminar las condiciones que generan el aborto. Llegar al extremo de negarlo absolutamente, aún cuando esté en riesgo la vida de una madre, casi siempre con otros hijos, no es una efectiva campaña por la vida, sino por la muerte.
Esa campaña es en aras de la desigualdad. Porque mujeres de clase media y alta que quieran salvar su vida o su dignidad tras una violación o por una deformación del feto, van a encontrar un médico de confianza que le ayude. Pretenden imponer una legislación para las más pobres y desprotegidas. Que por cierto seguirán utilizando los métodos primitivos, aún corriendo el riesgo de la muerte, porque están conscientes de que esa penalización es inútil, por lo difícil que resultaría probarle el pecado-delito y encarcelarlas. ¿No está el aborto prohibido absolutamente? ¿Y cuántas sentencias se han pronunciado?
Juan Bolívar Díaz
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