Ejercí por más de dos decenios la cátedra universitaria. Eso no es la gran cosa en un país donde las universidades pululan como larvas y el oficio académico se diluye en la insignificancia. Una de las pocas experiencias compensatorias de esa historia fue la oportunidad de conocer a jóvenes con aptitudes para competir en cualquier universidad del mundo; muchachos lúcidos, dedicados y disciplinados. Puedo citar sus nombres entre los 3,443 alumnos que formé durante más de veinte años en tres carreras.
En las correrías de la existencia he tropezado con algunos de ellos en Paris, New York, Miami y Barcelona. Otros, a través de la redes, me han contado de sus exitosas vidas en San Francisco, Chicago, Los Angeles, Atlanta, Washington, Londres, Seúl, Tokio, Auckland (Nueva Zelandia), Ciudad del Cabo, Nueva Delhi, Helsinki y Viena, entre otras. Siempre me interesa saber qué hacen, cómo lo lograron y por qué se marcharon. La historia de todos está entretejida por los mismos traumas: la falta de oportunidades y la pérdida de fe en el país. Les he inquirido sobre su expectativa de retorno; la respuesta me la devuelven con una pregunta: ¿y para qué? La mayoría piensa que el sistema de vida se ha degradado a condiciones impensadas. Cuando vienen de vacaciones, a la mayoría ya le cuesta entender y tolerar este raro “orden” social dominado por la improvisación, la inseguridad y el irrespeto. Esa confesión me deja un sabor salobre.
Hace unos días, un joven me rogó una oportunidad laboral. Tenía una maestría en gestión gubernamental y otra en finanzas públicas de una prestigiosa universidad británica. Le dije que su formación era ideal para trabajar en el gobierno. Solo se rió; no tuve más remedio que hacerlo también.
Cuando leo, escucho o veo las necedades y sandeces de nuestros funcionarios, los dispendios de sus fantoches vidas y el chusco ejercicio de sus gestiones, pienso en esos talentos proscritos. Imaginar que otras sociedades están aprovechando sus notables capacidades es tan enojoso como frustratorio; sobre todo cuando los que decidimos quedarnos tenemos que aspirar como rutina sus rebuznos apestosos, propios, en algunos casos, de bestias domesticadas. Lo perturbador es que se creen iluminados e irreprensibles. El complejo del sabelotodo peledeísta, inherente a su idiosincrasia, algunos lo guardan en su código genético.
El PLD ha convertido al Estado en su hacienda; en las convicciones más arraigadas de sus dirigentes existe un sentido natural de pertenencia. En ese orden, la regla es la inamovilidad: nadie se retira, renuncia ni abandona. Los funcionarios se creen genialidades insustituibles. Sus desafueros, excesos y corrupciones no están sujetos a ninguna consecuencia. Las denuncias se evaporan en el rumor. Se asumen con capacidad para dirigir cualquier ministerio sin considerar su competencia ni complejidad. Cuando dejan el cargo es para ocupar otro o pasar como asesores del Poder Ejecutivo en cualquier cosa. En ese sentido, el presidente perdió la idea y cuenta de sus consejeros; para reunirlos necesitaría el Palacio de los Deportes. Hay funcionarios que cumplen diez, doce y hasta catorce años en la administración con un desempeño opaco, agotado e intrascendente. Y es que se está en el gobierno del PLD por cinco razones dogmáticas: por militancia, familiaridad, negociación del cargo, subsidios sociales o favores de lecho. Esta última razón se ha puesto en boga en los gobiernos del presidente Medina donde el perfume y la silicona han lubricado los artejos más bajos de la burocracia y las historias carnales avivan clandestinamente el morbo urbano como en los mejores tiempos del Benefactor.
Dentro de esa misma lógica hemos sido testigos de un hecho ignominioso: la inminente selección de Roberto Rosario en la presidencia de la Junta Central Electoral. Después de diez años parece que en el país no hay un prospecto que pueda sobrepujar su desempeño al frente del órgano electoral. A juzgar por estos aprestos legislativos, los pasados comicios fueron una limpia cátedra de gestión electoral, la crisis que generó fue un holgorio callejero y la cancelación de la visa americana al funcionario, lejos de motivar un manejo prudente en su ponderación electiva, ha desatado, en los legisladores de su partido, un frenético yihad en contra de la embajada americana para pretender, con la ratificación del funcionario, la presunta redención de su honra mancillada. ¡De comedia!
Puedo listar sin mucho esfuerzo más de cien ciudadanos con mejores credenciales que Roberto Rosario en todo, absolutamente en todo. En abono a su carácter autocrático, Rosario reprobó en gerencia y en imparcialidad; no sabe escuchar, es porfiado, obtuso y soberbio, no tiene temperamento conciliador y no es confiable; su aliento declara el viejo tufillo peledeísta. Lo que pasa es que el PLD no acepta nada que pueda alterar el cuadro de sus dominios, intereses y controles. Rosario, por su lealtad, es una pieza esencial en ese engranaje.
Es tiempo de hacer algo distinto. Démosle oportunidad a gente autónoma, joven, limpia, fresca, conectada con las corrientes de los tiempos y sin ataduras a los rancios modelos de nuestra cultura política. Hagamos de la Junta Central Electoral, el Tribunal Superior Electoral y la Cámara de Cuentas, agencias independientes de control. Hacer de Rosario la víctima de una vejación para, bajo ese pretexto, premiarlo otra vez, además de constituir una vileza revela la torcida visión del poder y el sentido de propiedad que tiene el PLD del Estado y de sus instituciones. La incógnita es si la sociedad consentirá o no este nuevo agravio. De hacerlo, sentiré náuseas. Encontraré suficiente lugar para vaciar mi vómito.
José Luis Taveras
Acento